Cuando me recibió en San Antonio de Texas, tuve la absoluta y radical sensación de que aquel gran pueblo, una ciudad (luego me enteré) que recibe más de 20 millones de turistas al año, era de su propiedad, que él la dirigía y era afable, serena, simpática, hospitalaria y generosa porque él lo era. (Las cosas siempre tienen la medida de quienes las exhiben.) No era una condición lo que ante mí se presentaba sino el resultado. Esa gran urbe del sur, que fue fundada por paisanos nuestros allá por el año 1731 en virtud de la obligación para poblarla, una gran urbe entre dos mundos antagónicos (México y EE.UU.), seguía siendo canaria, una prolongación de Tenerife en la que Alfonso (don Alfonso) Chiscano vivía. Aquel hombre vivaz se movía y mostraba lo que de verdad ocurría allí y daba a entender con contundencia sus prodigiosas perspectivas. Por más estudió medicina (como otros insulares) en Granada. En la conclusión, estimó dos posibilidades: volver atrás para curar a los convecinos en el lugar de origen o, como afortunado que era (novelero, cual afirmó don Domingo Pérez Minik), cruzar el charco y enfrentarse a lo que era o hubiera de ser. Lo hizo. Aprendió otro idioma y se convirtió en uno de los cirujanos cardíacos más importantes de la historia médica de los Estados Unidos. El hospital en el que trabajó de San Antonio es uno de los supremos en enseñanza y en intervenciones. Me lo contó de un ilustre presentador de la TV mexicana (de cuyo nombre no me acuerdo). Cuando comenzaba sus programas, siempre decía: “Se lo dedico al hombre que me mantiene vivo en este mundo”. No solo su fama fue descomunal sino su prestigio. Era fino, contundente, responsable y le dedicaba una atención prodigiosa a sus pacientes. Tanto que la gringa (esa chica que encontró allá y se convirtió en su extraordinaria esposa) le recriminaba la cantidad desmesurada de horas que dedicaba al oficio.
El resto de su personalidad estaba previsto. Alfonso Chiscano se lo dedicó a sí mismo por lo que significaba. Nunca dejó de ser canario por más que hubiera de hablar el inglés norteamericano. Por eso Canarias jamás podrá agradecerle lo que (con dinero propio) hizo por las Islas. Desde las relaciones comerciales y científicas a la ayuda para estancia de universitarios o la reinstauración de la cultura y, sobre todo, su tesón por la lengua, el español. Fue un ejemplo, un hombre singular y comprometido. Su cuerpo nos dejó, pero jamás abandonará la memoria de quienes lo conocimos.