despuÉs del paréntesis

Las balas del diablo

Contó con nombre distinguido: Jules Barbey d’Aurevilly. Fue un escritor francés que vivió entre 1808 y 1889. El retrato que mejor lo pinta es un lienzo vertical en el que aparece con bigotes alargados hasta las patillas, frente adusta, mirada inquisidora, la mano izquierda sobre el costado, abrigo largo negro, camisa blanca, lazo exquisito y ante una cortina suntuosa de la pared. Se conoció su firma, muchas compuestas con tinta roja: letra clara y recta, con las “y” de Barbey y “Aurevilly” como un torrente de sangre que cae hacia el suelo. Fue hijo de una familia monárquica venida a menos por la Revolución Francesa. Por ello recibió una educación esmerada y estudió en la universidad. Mas su ímpetu no habría de manifestar la senda de lo pacato y lo adecuado. Así que hizo valer su procedencia, se manifestó como un dandi y, por razones propias, cual conocedor de la esgrima y del revólver que era, no despreció los duelos. Esto es, se comprometió con la ferocidad más divina. En lo particular produjo miedo; en sus críticas literarias hizo tiritar (como cuando reprochó airadamente al gran padre Víctor Hugo). Entró en tema, fácil para sus aptitudes: lo melodramático más contundente y el diablo. Lo segundo dio a la estampa uno de sus libros más conocidos, “Las diabólicas”, una colección de seis relatos en el que las mujeres son las protagonistas de los más pavorosos crímenes. Eso lo llevó a la cima: en época, mujer, morbo, demonio. ¿Por qué los hombres bajamos hasta las tripas de eso que llamamos mal? D’Aurevilly lo confesó: el diablo conduce a Dios. Lo probó en vida: después de los derroteros de la juventud, se convirtió en un ferviente católico. Cierto; eso explica que en el primer libro de la Biblia Dios plantara un árbol del bien y del mal para probar a Adán. Pero esa conclusión, la manzana, no aclara el tema. Lo que está en el dicho árbol es algo que Dios conoció y por lo que se disgustó: el “libre albedrío”, o lo que es lo mismo, el privilegio de los hombres de elegir incluso en presencia de Dios. Dios contempla impávido cuál es el camino de los hombres que creó. Eso se prueba; por ejemplo, cuando Óscar Wilde fundó al individuo que intercambia el alma por la eterna juventud. ¿Operaríamos así, como propuso Wilde? Es posible, porque esa es la insigne maestría del diablo. Siempre triunfa, siempre hace pensar en la ocupación, en la represión, en la dependencia. Los humanos en pos de ser uno, llana y poderosamente uno (incluso en lo perverso) cada ser de la especie.

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