en la frontera

Pluralismo y diálogo

El pluralismo auténtico se traduce en diálogo. Cuando existe diversidad social, pero no hay diálogo, propiamente no deberíamos hablar de pluralismo sino de sectarismo, todavía demasiado frecuente por estos lares en los que se resucita la división maniquea del cuerpo social como metodología de trabajo.

Pues bien, sobre el supuesto de un pluralismo auténtico se establece el diálogo, dónde se ponen en juego todas las condiciones que caracterizan una vida plenamente democrática: moderación, respeto mutuo, conciencia de la propia limitación, atención a la realidad y a las opiniones ajenas, actitud de escucha, etc.

Ahora bien, la disposición al diálogo no debe ser sólo una actitud, sino que el diálogo, como actitud socialmente generalizada, debe ser un objetivo político de primer orden. Una sociedad democrática no es tanto una sociedad que vota, ni una sociedad partidista, con ser estos elementos factores vertebradores fundamentales en una democracia. Una sociedad democrática es ante todo una sociedad en la que se habla abiertamente, en la que se hace un ejercicio público de la racionalidad, en la que las visiones del mundo y los intereses individuales y de grupo se enriquecen mutuamente mediante el intercambio dialógico.

El diálogo auténtico entraña un enriquecimiento de la vida social y una auténtica integración, pues el diálogo supone la transformación de la tolerancia negativa, el mero soportar o aguantar al otro, al distinto, en tolerancia positiva, que significa apreciar al otro en cuanto que no nos limitamos simplemente a existir a su lado, sino que coexistimos con él. Por eso, el día en que asumamos que podemos aprender de los adversarios y viceversa, habremos emprendido un camino que vale la pena transitar. Y que lleva muy lejos.

Otra cosa. Ahora que, de nuevo, la discusión sobre el centro político en el candelero, la relación entre centro y reforma ayude a aclarar algunas cuestiones. Por ejemplo, podemos afirmar que el rasgo que mejor define políticamente al centro es el reformismo. En efecto, en este concepto se encuentran conjugados una serie de valores, de convicciones, de presupuestos, que permiten delimitar con precisión las exigencias de una política que quiera considerarse centrada, o de centro. En este sentido, el reformismo implica en primer lugar una actitud de apertura a la realidad y de aceptación de sus condiciones. A partir de esta base las políticas que se proyecten deben caracterizarse por su moderación –cualidad esta esencial del centro- y por su realismo político. Asimismo es una exigencia del centrismo la eficiencia, y la base primera de la eficiencia no son las convicciones políticas, sino la competencia profesional, aunque haya de entenderse ésta como apoyo de la labor política, ya que propiamente la competencia o capacidad política excede los límites de la simple competencia profesional. Y han de ser también las de centro políticas equilibradas, en el sentido de que han de atender a todas las dimensiones de lo real y del cuerpo social, de modo que ningún sector quede desatendido, minusvalorado o negado.

Si en cuanto a su dimensión, las políticas de centro deben caracterizarse como reformistas, moderadas, realistas y eficientes; en cuanto a sus objetivos el primer rasgo que las ha de caracterizar es su contenido social, la acción social que impulsan: estar en el centro, es estar en el mismo interés general.

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