tribuna

El Ateneo que se salvó como Notre Dame

Entre las cuatro paredes del Ateneo se respiraba un aliento con más de un siglo de antigüedad cultural. Ayer, en la calle, mientras ardía el edificio, el olor a madera quemada reducía a cenizas esos recuerdos. Por suerte, el fuego fue domesticado a tiempo y la estructura del inmueble, la coraza de más de cien años de oradores prohibidos como López Aranguren o Tamames, y todo el elenco de hazañas de la institución contestataria, es decir, hasta el hecho de que allí, en su fachada, ondeara la famosa ‘bandera del Ateneo’, con las siete estrellas blancas, quedó a salvo. El símbolo permaneció en pie, como Notre Dame mantuvo el tipo en abril cuando su tejado también se vio envuelto en llamas.

El fuego por momentos estremeció a los laguneros, que son celosos guardianes de los edificios de su memoria colectiva de ciudad Patrimonio Mundial, lo que convierte al municipio en un lugar de todos, no solo de los canarios, sino del mapa de urbes de la Unesco. Una especie de ciudad del mundo, cuyo Ateneo, cenáculo de la ciencia, la literatura y el arte, amenazaba con derrumbarse después de quemarse su tejado de tea bajo una aparatosa humareda que hacía presagiar lo peor.

En aquel santuario de ateneístas asilvestrados que desafiaban la dictadura, no solo hablaron los filósofos y políticos malditos de una España cavernaria; también cantaron Los Sabandeños por primera vez. Y los poetas como Maccanti y Elsa López se implicaron en sostenerlo vivo mendigando subvenciones cuando los representantes públicos incurrían ya en desmemoria y olvidaban que aquellas paredes pecaron cuando no era costumbre vivir en libertad. La democracia ha traído ese hábito de la amnesia hacia los méritos de quienes trataban de cambiar las cosas de un país cuyos gobernantes no congeniaban con el libre pensamiento. Un Ateneo era una institución maldita. Ese edificio alimentó generaciones de jóvenes agitadores del arte y el periodismo, como Gilberto Alemán, Eliseo Izquierdo, Alfonso García Ramos o Pedro González. Ayer pudo haber sido peor, y acaso ahora que el Ateneo renace de sus propias cenizas, le hagamos más caso y tratemos como se merece la vetusta catedral cultural.

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