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Irlanda

La sociedad británica se fundamenta en principios históricos y valores democráticos, y está vertebrada en torno a instituciones sociales y políticas nacidas de una tradición auténtica y poderosa y de una historia inequívoca; una historia que es paradigma del liberalismo y la democracia representativa. El Reino Unido es el Estado que corresponde a esa sociedad y esas instituciones, un Estado sólido y creíble, articulado en torno a una política fiable y a una proyección y una influencia internacionales de primer nivel. A pesar de todo ello, la política británica se debate en un caos político y parlamentario que no parece propio de su cultura política, lo que nos muestra la magnitud y la trascendencia de la disyuntiva radical en la que se encuentra la sociedad británica. Europa o sus relaciones históricas con el mundo anglosajón, en especial con los Estados Unidos: he ahí el dilema.

Desde su fortaleza y sus virtudes, la sociedad británica y el Reino Unido se enfrentaron hace años a su problema catalán, que fue el problema de Irlanda. Un problema que implicó un levantamiento armado en la Pascua de 1916, con prisioneros y condenas a muerte; una guerra de guerrillas contra los británicos entre 1919 y 1921; y una guerra civil entre los propios nacionalistas, hasta culminar con la independencia de la mayor parte de la isla en 1949. Una independencia que todas las fortalezas y todas las virtudes británicas no pudieron evitar. Como tampoco pudieron evitar el terrorismo independentista del IRA, solo conjurado con los llamados Acuerdos de Viernes Santo, que dieron fin al conflicto.

Pues bien, esos Acuerdos de Viernes Santo incluían el desmantelamiento de la frontera entre las dos Irlandas, la permeabilidad absoluta de lo que es una frontera entre dos Estados soberanos: el Reino Unido e Irlanda. A efectos de controles aduaneros y fronterizos, que no existen, es como si toda la Isla fuese un solo Estado, la vieja reivindicación del nacionalismo irlandés. Y el gran problema para lograr un brexit con acuerdo es la salvaguarda del estatus de esa frontera, que dejaría de ser una frontera entre dos miembros de la Unión Europea. Porque alterar ese estatus significaría poner en peligro los Acuerdos.

En Europa occidental solo actúan otros tres nacionalismos con una implantación social y un poder de influencia política similar al irlandés, y dos de ellos se localizan en España: el catalán y el vasco, junto al flamenco, que ha forzado la federalización de Bélgica. ETA ha seguido el camino del abandono de la violencia y la autodisolución del IRA, sin su transparencia y claridad y sin un acuerdo formal. Y el independentismo catalán apunta hacia una preocupante violencia, común a los otros nacionalismos salvo el flamenco y ausente hasta ahora de su acción política.

Desde el punto de vista social y político, la sociedad británica es infinitamente superior a la española, una sociedad picaresca y cainita en guerra civil incesante, sin tradición política homologable, ignorante de su historia y cristalizada en una memoria que empieza en la Segunda República. Si los británicos no pudieron impedir la independencia de Irlanda y dependen todavía hoy del problema irlandés para salir de Europa, los españoles deberíamos reflexionar.

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