La política es una actividad humana dirigida a que los asuntos públicos se gestionen al servicio objetivo del pueblo. Los partidos tienen un papel central en lo que se refiere a trasladar a la sede de la soberanía las ideas y criterios presentes en la vida social. El problema es que en no pocas ocasiones los partidos, sus dirigentes, se han apropiado del poder, que es de titularidad ciudadana, manejándolo a su antojo, en función de consideraciones personales, como si fueran sus únicos y exclusivos dueños. La gestión de la última investidura confirma esta idea. En este sentido, el uso en beneficio propio del aparato del partido explica la resistencia a abrir las listas electorales, a fomentar la participación real de la militancia en la selección de candidatos a cargos de elección, a consultar a las bases ciertas decisiones de envergadura social y, sobre todo, a abrir las ventanas de las formaciones al aire puro y al agua clara de la misma vida. Son manifestaciones de lo que se denomina partitocracia y que, a la vista de lo que pasa, mucho tiene que ver con la sensación mayoritaria que tiene la ciudadanía de la corrupción política. Los partidos tradicionales y los nuevos, que han caído en los vicios de los clásicos, tienen que mudar sus hábitos y costumbres de forma y manera que se terminen las expresiones de poder personal y subjetivo que todavía se perciben desde el interior y desde el exterior de las formaciones.
En estos años, tras la consolidación en numerosos países de Europa del denominado Estado de los partidos, hemos contemplado, a veces desde una pasividad inexplicable, como estas organizaciones, que son de obvio interés general, han tomado, en beneficio de sus cúpulas, los poderes del Estado, las instituciones, muchas asociaciones profesionales y deportivas, la universidad y cuantas corporaciones fuera menester para ahormar el control social. El origen del problema hay que buscarlo en la ausencia de temple cívico, de educación política, de capacidad crítica de una sociedad dominada por el consumismo y la esperanza en que todo vendrá de los poderes públicos. Así, poco a poco la ciudadanía se desentendió de los asuntos de interés general confiando en que los políticos los resolverían positivamente para los ciudadanos.
La realidad nos ofrece, sin embargo, un sombrío panorama que discurre por otros caminos, ahora patentes y explícitos.
En este contexto, de profunda crisis de los partidos tradicionales, emergen nuevas opciones, más oportunistas que oportunas, que con sentido de anticipación, pretendieron encarnar nuevas soluciones a base de una teórica mayor participación y a partir de mensajes hábilmente diseñados que colmasen las lagunas y las deficiencias de la forma tradicional de hacer y estar en la política. Sin embargo, en no poco tiempo, se han vuelto partitocráticos con expresiones más o menos sutiles de poderío personal por parte de sus élites y una nula o deficiente participación cívica.
Las bases éticas de la democracia reclaman que las aguas vuelvan a su cauce. Que los políticos y los partidos asuman el papel que les corresponden, que renuncien a seguir asaltando las instituciones y escuchen más a los ciudadanos. Para ello, es menester que tomen conciencia de la realidad, de su posición, y sean capaces de devolver a los ciudadanos, a todos y cada uno, el poder del que se han apropiado.
La tarea no es fácil porque a nadie amarga un dulce y pasar de propietarios a administradores después de tantos años conduciéndose como dueños y señores de la cosa pública no es fácil ni se produce de un plumazo. Es menester que los actores políticos asuman una serie de valores y cualidades democráticas como la transparencia y la rendición de cuentas. El 95% de la ciudadanía, según parece, quiere que las cosas cambien. Sin embargo, la forma en que se ha manejado la gestión de la última investidura me temo que disparará la abstención y seguirá acreciendo la decepción de no pocos españoles en relación con la forma en que por estos lares se interpreta la democracia.