tribuna

Cuarenta años de democracia

Nos hemos reunido en el Ayuntamiento los que quedamos en pie de aquella primera y heroica Corporación democrática surgida en La Laguna en las elecciones de 1979. Celebramos 40 años y parece que fue ayer. Había gente del PSOE, de la UCD, de UPC y de Asamblea lagunera. Todos reconocimos el esfuerzo común para llevar adelante un proyecto llamado ciudad que todavía hoy está vigente en su marcha imparable hacia el progreso. Los miembros del actual Consistorio nos recibieron amablemente en le salón de plenos, y, pese a la tormenta que invade a los medios de comunicación y a las redes sociales, el espíritu de la Transición demostró seguir tan vivo como el primer día.
Noté afabilidad y, sobre todo, ilusión, que es el principal aglutinante para que los ideales sigan con el mismo vigor del primer día. Escuché hablar a los viejos compañeros y a la voz del actual alcalde, satisfecho de haber recogido el testigo de algo que empezó hace cuatro décadas y que todavía es capaz de poner en marcha a una fórmula que tiene como objetivo común perfeccionar el desarrollo de una colectividad participativa, casi biológica, diría, que se llama la ciudad, un incentivo que proporciona satisfacción, orgullo, bien espiritual, comodidad material y un tremendo sentimiento de unión entre los habitantes que la integran.
Yo creo que un grupo humano que logre estos objetivos conseguirá todo lo que se le ponga por delante. La Laguna, a partir de 1979 no ha hecho otra cosa que avanzar, y en eso consiste el gran secreto de su grandeza. Esta es una población humilde a la que no le gusta adornarse con aquellas cosas que conquista. Al contrario, es como una obligación natural, y no hace aspavientos de los logros que considera como su primera exigencia. No mira a nadie para compararse, porque eso no le lleva a ninguna parte. Está orgullosa de su autonomía y del respeto que se ha ganado por mantener esta condición de nobleza que la engrandece. Jonathan Brown escribió un libro sobre la pintura de Velázquez donde resalta la figura del rey Felipe IV al que define como el viejo rico, escaso y parco en la exhibición de atributos, frente a la opulencia del Conde Duque de Olivares que hace una exhibición de su poder efímero proyectando a las alturas el cetro de su poder, mientras monta un caballo que hace una cabriola llena de barroquismo alambicado. Es ese “total nada”, que tan acertadamente decía el poeta Manuel Verdugo.
Esta es La Laguna que me gusta, sin alharacas y sin lucir los falsos oropeles que serán a la larga víctima de la oxidación implacable que todo lo destruye. La Laguna es la reina de la discreción. Eso entendimos aquella treintena de concejales que entramos en 1979 sin más intención que procurar engrandecerla, conscientes de la inmensa tarea que significa crecer sin ejercer la presunción de la fatuidad vana, unidos como una piña en la apasionante aventura de continuar con la responsabilidad histórica de conservar su rica esencia. Alguien dijo acertadamente que la ciudad son sus habitantes. Yo añado que son también los derrubios donde se asientan sus edificios, los recuerdos del rico anecdotario de los que nos precedieron, eso que la hace extremadamente deseable para el que se acerca con la curiosidad de descubrirla. Ese misterio escondido que cuenta Rodríguez Moure, lo que los que no la conocen llaman las claves.
La Laguna fue elegida para ser una gran feria, que no es otra cosa que el centro de atracción que provoca ser un poderoso imán para la periferia. No existe feria sin periferia, porque la vocación de ambas cosas es unirse en una sola e indivisible, como le ocurre a una Nación o a un Estado, que son términos que ahora se nos están poniendo muy de moda intentando descubrir una interpretación plausible que no consigue otra cosa que transformarlos en un híbrido. Todo esto me pasó por la cabeza, sentado en uno de los sillones que ocupaba antaño. Alguien dijo que fue un acto entrañable, es decir que sale de las entrañas, esa palabra tan socorrida empleada en las coplas de Rafael de León. Así que no me quedó más remedio que repetir aquello de Lola Flores: “Sentrañas, sentrañas mías” Memorable.

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