tribuna

Recuerdos

Mi abuela cantaba: “Al pasar el caballero por la puerta del jardín”, y yo creía que se estaba refiriendo a un mundo rosa y zarzuelero que se disfrutaba cuando se levantaba el telón en los teatros de Madrid.

Realmente lo que hacía era intentar distraer a su corazón partido por los desastres de la guerra. Unos años antes el caballero no entraba en los jardines floridos sino que la gente andaba a tiros por las calles, y a su hijo de veintiocho años le reventaban las balas el pecho ante un paredón de fusilamiento.

Decía que ese día lo vio venir corriendo ensangrentado para arrojarse entre sus brazos. Estaba sentada en un sillón de mimbre, en una tarde de verano, y él avanzó por la huerta, saltó los setos de arrayanes y se echó sobre ella con la humedad roja manando por los agujeros de los balazos. A su marido también lo abatieron una madrugada fría de noviembre, cerca de las riberas del río Jarama. Yo creo que construía un mundo artificial con Luisa Fernanda para que nosotros no fuéramos conscientes de la tragedia.

De esa manera pasé la infancia envuelto en zarzuelas y coplas, evitando que naciera en mí el odio y la venganza. Ojalá todos hubiéramos tenido a mano a un caballero del alto plumero para olvidarnos de la terrible desgracia que sufrimos. Quiero decir con esto que mi mundo del recuerdo es igual que el de los demás, incluso más directo que el de los que no habían nacido cuando eso, y han tenido que aprenderlo en los relatos de la urgencia reivindicativa. Confieso que no he tenido profesores que me enseñaran a odiar.

Eso ha sido una gran suerte para mí. Vivo rodeado de mediocres que exhiben sus mezquindades como un marchamo especial para distinguirse de los demás, y esto me causa una lástima infinita. Anoche soñé con el jardín de mi casa que ya no existe, y me pareció ver al caballero del alto plumero acercarse hasta el estanque donde se bañaban los patos. El agua estaba quieta en la superficie y ellos se zambullían hasta el fondo para luego surgir con gotas como perlas sobre sus plumas. Había un reposo de ruinas en el ambiente. Una escena de cosas irrecuperables que me invitaba a la nostalgia por hacer regresar a lo perdido definitivamente.

Sin embargo, esta mañana me he levantado disfrutando la paz de esos minutos previos a la lectura de los periódicos. No todo está igual que en el sueño. En mis oídos todavía resuena la voz de mi abuela envuelta en la música de Moreno Torroba, y me parece que proviene de un mundo que nunca existió. Como un velo de ilusiones que esconde a la realidad. La realidad es una pareja de serenos gallegos que nos abren el portal para comprobar lo inicuo de la existencia, y ver como el caballero que entra en el jardín trae un truco escondido en el alto copete para hacernos temblar con sus engaños. Ya no me importa.

He descubierto que la plenitud del conocimiento se encuentra en descubrir, al final, que la vida es una trampa. Menos mal que hay momentos en que murmuro las notas de una opereta y todo me parece más hermoso de lo que en realidad es. En aquellos tiempos no había todavía una amenaza de que el clima iba a acabar con el mundo, y con nosotros, que estábamos sobre él, girando al mismo ritmo. No gastábamos combustibles fósiles en calentarnos la cama, porque lo hacíamos con botellas de agua hervida en una cocina de leña. Tampoco había ninguna Greta para reñirnos. Las cosas eran más duras. Te podían pegar un tiro en medio de la calle si te sorprendían los del bando contrario. A eso es a lo que yo llamo Memoria Histórica. Algo que me enseñaron a convertir en un recuerdo feliz, cuando en el teatro bajaban el telón y la orquesta atacaba la partitura más pegadiza para que los del público la cantáramos.

TE PUEDE INTERESAR