despuÉs del paréntesis

Supervivientes

Pocos meses antes de morir, el escritor argentino Roberto Arlt encontró lo que había perseguido durante toda su vida: un invento provechoso, ese por el que iba a amasar una inmensa fortuna y ese por el que borraría de su cabeza la frase que lo persiguió desde que contó con catorce años: “Comer para trabajar; trabajar para comer”. Lo patentó; una medias que ya no tendrían carrerillas. Cabría esperar en ingenio tan meritorio algo parecido al Tetra Brik o al escobillón, pero no, se afanó en aprovechar avances científicos extraordinarios para aplicarlos a las cosas cotidianas, avances tan estrechos como los que llevaron en 1938 a Wallace Hume Carothers a producir el polímero sintético o el nailon.

¿Qué camina por la cabeza de estos genios aparte de idear máquinas para hacer ladrillos o proyectiles señaleros de estrellas? La condición, eso que solo un hombre ha sabido señalar en este planeta, Nietzsche: dos clases de seres, los comunes, los entes de reproducción y los superiores, los super-hombres. El asunto con el que Arlt se encontró es con quién admite o reconoce semejante particularidad. Y así se movió él junto con sus personajes, con el ser perturbado y extremado.

Nació en el año 1900, uno después que Borges. Era hijo de inmigrantes alemanes de primera generación. Luego, el lugar lo sojuzgó, porque el lugar contenía la negativa al fracaso, con la riqueza, el sueño dorado colgado a sus espaldas. Buenos Aires y la gente se convirtieron en su martirio y en su revelación. Por eso quiso huir de allí (y lo consiguió en el año 1935 con su viaje a España que lo transformó) o dio a la estampa los emblemas más alucinantes del tango (personas, situaciones, ambientes…) en sus famosas “aguafuertes porteñas”.

De modo que urdió en su estima lo que el mundo era. Autodidacta expulsado varias veces de la escuela, estudió solo lo que precisó estudiar y amó a los poetas y a los novelistas que su alma aceptó. Por eso, en sus dos novelas más extraordinarias, “Los siete locos”/”Los lanzallamas”, creó armas de destrucción masiva, como las que después se usaron en guerras por la superficie de la Tierra, y se adelantó un año al infausto pucherazo electoral de 1930 en Argentina.

Se creyó inmortal. El médico lo previno de que no hiciera esfuerzos. Escaló un alto edificio hasta la consulta. “Vos me dijiste que… Subí corriendo y no estoy muerto”. Sucumbió en el año 1942 de un infarto.

Mas solo unos pocos humanos sobreviven; los que imponen la responsabilidad y la ética como condición.

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