tribuna

‘Tee for Two’

El miedo es directamente proporcional a la cercanía, y, como el respeto, está imbuido de un cierto temor a la reprimenda, o a la pérdida de confianza. También este aumenta en función de esas consecuencias inmediatas. Respetamos a nuestra pareja, al entorno de nuestro trabajo, a los vecinos de nuestro barrio, y, por último, nos importa un bledo lo que opine de nosotros un habitante de Cercedilla, y no digamos uno de Sebastopol. En política debería ocurrir al revés, pues somos en tanto obtengamos el apoyo del sufragio universal (cuanto más universal mejor) y consideramos irrelevante aquello que tenemos seguro, lo local e incondicional, que es a lo que vulgarmente se conoce como el suelo. A veces no es así y los cálculos de mayoría fracasan por fiar la dependencia al orden de nuestras relaciones más próximas. Hay políticos que basan su solidez en la militancia, después en el partido, luego en el bloque ideológico, y como último recurso en el país que pretenden gobernar. Me da la impresión de que algo parecido está ocurriendo en la España de estos tiempos revueltos. No se puede pretender administrar los intereses de cuarenta y siete millones de personas porque así lo hayan decidido sesenta mil. Este reduccionismo insano lleva a la desconexión con la realidad y a aburrir a la masa, que, aunque cómodamente moldeable, no es tonta y acaba por aborrecer a quien la utiliza a su antojo como si fuera un kleenex. Lo que está ocurriendo con las negociaciones para la investidura de un nuevo presidente tiene mucho de este orden inverso. Primero se satisfacen los deseos que fueron inoculados en una militancia enfervorecida, que espera ansiosa ver como se consolida la aventura del paso del Jordán, aunque eso cueste sacrificar a buena parte del componente experto y prudente de la formación en su globalidad. Después se tienen en cuenta las ansias reivindicativas de una masa social que tiene al progresismo como marca registrada de exclusividad, aunque luego cada uno es de su padre y de su madre. En este conglomerado pueden entrar alegales y negacionistas de la Constitución si lo que les une es el marchamo nostálgico de un frente común republicano. En este caso, da igual aliarse con Juana que con la hermana. Todos entran por el embudo de la transversalidad, de la geometría variable y de la desigualdad relativa. Al final se desechan las alternativas que engloban a los intereses de la mayoría, porque esa mayoría hay que construirla con afines y no con los que representan al abanico de posibilidades que se pueden acordar con la totalidad de los ciudadanos. En este juego de escalas se avanza y se retrocede como en el baile de la yenka. Se ganan dos casillas aparentes en cuanto a la concesión de reconocer un conflicto, pero se pierden metiéndolo en la gran nube de los problemas comunes. Es decir, restándole especificación exclusiva. Esto es lo que ha pasado con la reunión de presidente con presidente, que era como un tee for two, transformado en un café para todos, que es mucho más español. Si no te gustaba, ahí te van dos tazas. No sé cómo vamos a salir de este embrollo. Me da la impresión de que se trata de un intento de humillación para que los invitados abandonen el cóctel y así poder decirle a las bases que no queda más remedio que aceptar aquello que no les gustaba nada, y que era precisamente por lo que estaban ahí. Así todos se quedarán contentos y se convencerán de haberse comportado como héroes salvando otra vez a España de la debacle. Igual que en todas las buenas novelas policiacas, el asesino no será descubierto hasta la última página. El truco del escritor es saber esconderlo adecuadamente. Contando, eso sí, con que los lectores no se aburran y no sean tan tontos como para saltarse el relato y empezar por el final, que es donde está la solución. El problema es que si esto fuera así no habría novela, y al no haberla, tampoco necesitaríamos al autor y habría que despedir a Iván Redondo, o a quien lo contrata, que ya no sé.

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