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Edgardo Mortara

Todos los Estados y regímenes políticos buscan asegurarse el control de la educación porque significa influir en la ideología de los ciudadanos desde muy jóvenes. El problema se plantea cuando esos Estados y regímenes exhiben cuestionables credenciales democráticas. En las aulas catalanas se adoctrina a los alumnos y hay espías que informan si no hablan catalán en el patio. Y no olvidemos el escándalo de las ikastolas vascas de hace años, cuando se supo que a los niños que hablaban español en el recreo se les castigaba haciéndoles cargar con mochilas llenas de piedras.

La cuestión se ha planteado por la exigencia de Vox, en las Comunidades en las que apoya a los respectivos Gobiernos, del llamado pin parental, que sería la traducción al sistema educativo de los medios que permiten a los padres controlar el uso que hacen sus hijos de Internet y las redes sociales. Y se traduciría en el poder de veto en las actividades educativas complementarias, pero obligatorias y evaluables. Pues bien, sorprende que en el debate los defensores del pin apenas citen el artículo 27.3 de la Constitución, que sus detractores ocultan: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Un precepto constitucional que es consecuencia lógica y obligada de la patria potestad y de la guarda y custodia, que implica el derecho y el deber de educar a los hijos. El Estado, los centros educativos y los profesores son meros coadyuvantes de este derecho y deber parental fundamental. Y, de hecho, las Asociaciones de Padres forman parte de todos los Consejos Escolares y participan en la programación de actividades, con lo que el pin parental, en muchos casos, llegaría a ser redundante o una simple extensión del pin ya existente.

El Papa ha manifestado que los padres no son los dueños de sus hijos, lo cual es una obviedad porque la esclavitud es ilegal en todo el mundo. No obstante, ahora que está de moda pedir perdón por el pasado, Francisco podría pedirlo por el caso de Edgardo Mortara. Edgardo fue un niño judío que, en tiempos de Pío IX, fue raptado a los seis años por la inquisición Romana en la casa familiar de Bolonia y en presencia de sus padres, que no pudieron impedirlo. La excusa fue que una criada católica de la familia había declarado que, estando enfermo el niño, lo había bautizado en secreto. Edgardo fue separado de sus padres, que lucharon infructuosamente toda su vida por recuperarlo, y educado en el antisemitismo y el odio a la religión judía, hasta el punto de que renegó de sus padres y llegó a ordenarse sacerdote.

A todos los que combaten el llamado pin parental o no se atreven a defenderlo abiertamente no sea que los llamen fachas, como el PP y Ciudadanos, les recomendaría que se leyeran atentamente la Constitución. Porque, lo haga la Inquisición Romana desde el catolicismo o lo haga el Estado desde el socialismo o el comunismo, adoctrinar a los niños en contra del sentir -y del derecho- de sus padres no parece muy democrático, ni muy defendible.

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