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Fin de la trilogía del sueño

Esta vez vivía en el interior de un coche enorme y dormía bajo un limpísimo edredón, muy calentito. Salí del coche vestido con pijama blanco -sería para defenderme del coronavirus- y con un maletín en la mano y me dirigí a mi antigua oficina, en la plaza de Ireneo González. El coche/vivienda estaba aparcado en los alrededores de la antigua Caja de Reclutas. Me encuentro con un amigo, médico, que contaba billetes de quinientos euros, pero yo no tenía un euro en el bolsillo, ni tampoco en el maletín. Tomé un atajo porque me daba vergüenza que la gente me viera en pijama; y se me agitó la conciencia por no haber invitado a una boda familiar a mi fiel secretaria de toda la vida y amiga. Fíjense ustedes qué disparate. En los últimos días transito, sonámbulo, por esa zona, dentro de un Santa Cruz sin coches, lo cual es imposible y por eso se trata de un sueño. Creo que es la hora de parar de contarlos porque para que no se me olviden vengo corriendo al ordenador y es un martirio teclear a las siete y pico de la mañana, como en este momento. Lo curioso es que este sueño no me lleva a ninguna parte, ni me provoca inquietud. Sí recuerdo que le comento a un amigo que no vale la pena levantarse temprano para ir a trabajar, porque mi tarea de cronista es irrelevante, lejano al productivo de otros tiempos. El coche/vivienda ha quedado mal aparcado; había un montón de sitios libres en la zona y entonces pensé que Santa Cruz se había convertido en una ciudad fantasma, como esa de los chinos donde ha aparecido una nueve gripe mortal. Y que tampoco habría guardias, ni multas. Me desperté con la sensación de que el Santa Cruz del sueño era mejor que el real.

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