tribuna

La Gomera, en boca de todo el mundo

Nunca hemos tenido ingleses y canarios los relojes tan en sintonía como este viernes de cesura y divorcio de Londres y Bruselas. Las campanas del Big Ben (silenciosas por obras) sonaron sentimentalmente en nuestros oídos, y bromeamos con la disputa del punto fijo reclamando el Meridiano Cero que nos arrebató Greenwich en el fondo de la historia. Y nos dieron las diez y las once, como en la canción de amor y desamor de Sabina una noche en la barra de un bar. Nosotros, que somos los más ingleses de España, y que tenemos un puerto que nos nombra todos los días junto a la City londinense, que hemos tenido nuestros roces y diferencias cuando nos importunó el Almirante y que hemos leído y comentado a sus autores en las páginas de Pérez Minik, y que hasta hemos tenido el honor de unas menciones memorables de Shakespeare sobre los vinos que “perfuman la sangre”, estamos pasando el Rubicón del duelo de este adiós. Como en una ruptura matrimonial, un verso partido en dos hemistiquios. Ni Nelson ni el Canary Wharf, ni el malvasía de Falstaff, ni los millones de turistas asiduos van a perder el visado de nuestro idilio y fricción de los últimos siglos.

Pero el brexit eligió mal día. Estaba Europa, estábamos pendientes del coronavirus de La Gomera como de un plebiscito, mirando el reloj. Poco antes de que dieran las once de la noche (las 12 en España y en Europa) y cayera el telón el 31 de enero en Reino Unido (más desunido que nunca), este viernes en las Islas recibimos la noticia del positivo del turista alemán de Hermigua. (Como dice Woody Allen, por qué demonios lo llaman positivo). Y se dispararon todas las alarmas, porque era el primer caso de contagio en todo el país, y en Europa se nos puso el foco como islas de confinamiento.

Cuando España entró en 1986 en la Comunidad Económica Europea -y a su lado, los canarios, con las suspicacias sobre el REF- El País me envió a La Gomera a preguntar qué necesitaban de Europa y obtuvieron un Plan de Desarrollo comunitario. La isla de Casimiro Curbelo ha despegado, es otra, y se esfuerza en mostrarse acogedora con los alemanes que la visitan. En un grupo de media docena de jóvenes germanos se encuentra el primer contagiado en España de la enfermedad más famosa ahora mismo en el mundo. Dada la enorme alarma desatada (minutos después, Europa asistía al primer funeral de sus 70 años de existencia), La Gomera se convirtió, sin querer, en la isla donde ahuyentar a este raudo coronavirus para contener su expansión. Era la hora del brexit y en mala hora La Gomera sonó en los despachos de Europa, y Merkel, la senderista adepta del Garajonay, por un instante aparcó la pesadilla inglesa, en plena cuenta atrás, y se ocupó de sus compatriotas aislados en el hospital de la isla que conoce tan bien. Pero hemos leído en el DIARIO al catedrático Basilio Valladares y las declaraciones del doctor Sierra y las del supermédico del centro de alertas de Sanidad, Fernando Simón, y salvo las polémicas conjeturas del cirujano Cavadas (“los muertos en China son cien veces más, cabe pensar”), los expertos convocan a la calma por la baja letalidad de la epidemia china originada en un mercado mayorista de animales vivos en Wuhan, y recuerdan que hubo otros síndromes respiratorios más severos este mismo siglo.

De manera que estas son las primeras cicatrices de 2020, el brexit y el coronavirus. El contagio de las malas ideas, esa gripe de nuestro tiempo. Todo envuelto en una profunda consternación por la marcha de los ingleses y, de paso, el miedo a que la muerte viaje por el aire, por los aviones y la traigan los turistas, algo tan sumamente injusto cuando hay percances más dañinos, como nuestra propia gripe común. El problema es dónde reside la verdad y si aún podemos salvarla del desastre. El mutis por el foro de la cuna teatral de Europa se fundó en la propagación de la mentira de las predicciones económicas de la salida. En 2016 (el año de dos noticias infaustas, el triunfo de Trump y el referéndum del brexit), el Diccionario Oxford declaró palabra del año la posverdad, aquel concepto acuñado por un sociólogo norteamericano que llevó The Economist a un editorial a propósito de las últimas elecciones en EE.UU. y la victoria de un populista con un discurso xenófobo y antisistema. La posverdad -la falacia consentida- es un bulo emocional que regala los oídos de la gente cabreada por su fracaso en la vida. Antipoética y tosca, conmueve y apela a los sentidos como una falleba eficaz que asegura las fronteras; esa política de autoayuda, que destruye a su paso. La posverdad como virus.

Europa se defiende de su primera escisión en 70 años y anuncia una conferencia para mayo que durará dos años para dar con el desencanto, con la cepa del euroescepticismo. Hace 35 años, cuando los canarios pusimos un pie en Bruselas, la Unión era una docena de Estados; ahora, ya sin el inglés, suman 27. Nadie estos días menciona que en el 82 se apeó la danesa Groenlandia, una isla más grande que toda la Comunidad, pero apenas poblada, cuyos esquimales deploraban que los europeos les esquilmaran sus fondos pesqueros. Algunos laboristas británicos enviaron telegramas felicitando a los groenlandeses por su referéndum, que cito como precedente del brexit. De aquellos polvos vienen estos lodos. Y así se escribe la historia de la histriónica patada de Boris Johnson como una coz a los cimientos de la UE, que en el reportaje de Jorge Berástegui parece haber dolido en el alma a los propios ingleses vecinos del Puerto de la Cruz.

La pasada legislatura estuvo marcada por dos referendos, en Reino Unido y en Cataluña (2016 y 2017). Con la antena puesta en el cambio climático, la revolución digital, el problema migratorio y el futuro de Europa, los nuevos dirigentes de la UE prestan a estos urgentes desafíos protocolos de socorro y prevención, pues se trata de epidemias, incluido el euroescepticismo. La Gomera vio salir a Colón rumbo a un Nuevo Mundo, y desde este viernes sentimos que algo se rompe y el mundo en 2020 no está en su mejor momento. El patógeno chino y el brexit nos involucran, no somos ajenos a ambos problemas, sino actores directos, tanto porque el coronavirus ha tocado a nuestra puerta, como porque la acaba de cerrar un amigo que se ha ido.

TE PUEDE INTERESAR