Una legión de virus entró en alguien que gozaba de buena salud. No crean que le resultó fácil hacerlo. Los anticuerpos opusieron resistencia e intentaron rechazarla, pero se trataba de coronavirus, que eran unos desconocidos para estos, y, después de varios días de lucha, consiguieron instalarse. Actuaron igual que las plagas de langostas. Primero llega un ejemplar, después otro, luego ponen sus huevos en una playa caliente, y al cabo del tiempo eclosionan y se presentan en nubes densas, oscuras y horrorosas, dispuestas a devorarlo todo. Pasó igual con la invasión de los pueblos árabes. Llegaron por oleadas, y hasta que no se organizaron en emiratos y califatos no nos dimos cuenta de que estaban aquí para quedarse. Crearon una administración fuerte y una estrategia de dominio. Lo mismo hicieron los virus con el cuerpo en el que penetraron. Célula a célula, fueron invadiendo los órganos y se hicieron con el control absoluto del cuerpo infectado.
En el caso que comento montaron su cuartel general en los pulmones y aprovecharon una complicada red nerviosa para establecer su sistema de comunicación. La coordinación es muy importante para mantenerse en el lugar que se ocupa y es preciso estar muy bien informado para ello. Por esta razón, los virus distribuyeron sus funciones y pusieron escuchas en los pabellones auditivos del paciente para estar al tanto de lo que ocurría en el exterior. Cualquier noticia detectada, entraba por un vaso sanguíneo y se dejaba caer, como en un tobogán, hasta llegar con el informe hasta los centros de dirección, que es donde se tomaban las decisiones estratégicas. Iban a tomar el calor necesario en la gran caldera estomacal, en donde las temperaturas subían, propiciadas por las digestiones hirvientes, y se paseaban tranquilos por los tejidos cartilaginosos, reponiendo fuerzas para seguir sometiendo a los pobres anticuerpos. La cosa marchaba. No solamente habían sojuzgado a un individuo en debilidad, sino que estaban a punto de quebrar a un sistema sanitario que presumía de ser de los mejores del mundo. Los virus se frotaban las antenas mientras comprobaban cómo las colectividades sociales se echaban la culpa de lo que ocurría. Lo que ellos estaban haciendo parecía no importar, porque afuera se discutía sobre los recortes que se habían hecho unos años atrás. Los políticos estaban viendo la posibilidad de destrozarse mientras ellos se movían a sus anchas por el interior de los contagiados. Algunos llegaron a decir que esta sería una buena oportunidad para que los inmigrantes africanos rechazaran a los europeos, en el caso de que se les ocurriera ir a refugiarse a sus pobres países. Pensaron que se habían vuelto todos locos. Así que seguían a lo suyo con toda tranquilidad, viendo que por fuera estaban a otra cosa. Pero un día, un sabio, aislado en su laboratorio, dio con un antídoto potente que acabaría de una vez con todos ellos. La noticia le llegó al que estaba haciendo guardia en la oreja derecha. Oyó decir que una poderosa vacuna sería inyectada en el paciente a las tres de la tarde.
Faltaba un cuarto de hora y corrió desesperado al pulmón en el que se tomaban las decisiones importantes. Enseguida los jefes convocaron una asamblea. Vinieron de todas las partes del cuerpo a concentrarse allí. El enfermo tosía desesperadamente ante la concentración inesperada de los coronavirus. Se estaba asfixiando. La fiebre subía de forma alarmante. Entonces, el jefe, sin saber que hacer, preguntó al emisario: “¿Tú qué harías en este caso?”. Este contestó tajante: “Hagan ustedes lo que quieran, yo me voy en la cagada de las tres menos cinco”.