por qué no me callo

La parábola de la pandemia

Nos hemos habituado a vivir pendientes de una curva. Todas las noticias bajaron la guardia, se evaporaron y afloró como única actualidad hegemónica la pandemia. En la contraportada de ayer, la autopista lucía un páramo, y en el desierto de los coches nos acordamos de los atascos que Cortázar parodió como si profetizara la pesadilla de los tinerfeños durante los años anteriores al coronavirus. El mal de China ha traído, con sus demonios, la taumaturgia de acabar con las colas de Tenerife y, lo que es sin duda más importante, con la contaminación de buena parte del mundo. Mano de virus. Se salva el envoltorio, el planeta y la maldición ha caído sobre los dinosaurios del siglo XXI, nosotros, los habitantes feroces de la Tierra. Así que la pandemia, desde este punto de vista, ha sido un ajuste de cuentas de la naturaleza con la población. Y esta parábola ya se extiende entre exégetas y gurús de esta plaga que se suplanta a sí misma. Vendrá tras el virus, la pandemia económica, y acaso irrumpa la tecnológica y, después y siempre, la psicológica, la mental.

Con tanto poco tiempo para recuperarnos de un estado de alarma a otro (van de momento dos encadenados y viene caminando el tercero), no tenemos la perspectiva para prever los efectos de este pandemónium en nuestras vidas. Es posible que nos adaptemos a hacer de la casa todo un ámbito común de vida y trabajo. Habida cuenta de que se puede establecer un nuevo modelo de teletrabajo, muchas empresas tomarán nota. El Gobierno, que en estas circunstancias se erige en el Gran Hermano de George Orwell, dicta consignas y ordena restricciones al amparo de cada nuevo discurso presidencial. Nos convoca Sánchez a una de sus comparecencias y asumimos de antemano que viene una prórroga caminando, otros quince días de encierro, o una vuelta de tuerca al confinamiento con el cierre de los llamados sectores no esenciales.

El vocabulario del coronavirus también se ha apoderado -como la enfermedad respecto a la actualidad- de nuestro lenguaje cotidiano. En cierta forma, se imponen voces y conductas que contradicen toda nuestra cultura anterior. Educados en la convivencia, se nos impone el distanciamiento social como un estilo de supervivencia. Habituados al viaje y el desplazamiento, se nos inculca el aislamiento, el quieto parado; está bien visto ejercer de antisocial. Esta es la edad de oro inaudita del misántropo, al que tantas veces reprochamos su apartamiento y soledad. Hoy vivir de puertas adentro, sin roce con el prójimo, dando la espalda al mundo y sus ruidos es estar en la onda, a la última, en la más imperante de las modas.
¿Han leído el artículo de Javier Solana en El País? El veterano político y hombre de Estado escribe desde el hospital donde se recupera del coronavirus, y avisa al Estado, a los gobiernos de Europa que imponen el nuevo código moral de vida. No tienen “carta blanca”, les advierte. Pide unidad para esta guerra de todos contra un fantasma. Es, contrariamente a los mecanismos depresivos de la enfermedad, optimista sobre el desenlace de este careo con el coronavirus. Léanlo. Cuando lo entrevistamos en el DIARIO, meses atrás, Solana carraspeaba porque esa fue siempre su voz antes de la tos del virus. Pero tenía las ideas tan claras como siempre y como ahora desde el hospital.

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