Tengo tanto miedo al puto coronavirus que cada vez que veo a un vejete con la gota en la nariz salgo pitando. Acabaron los tiempos en los que, armado con dos tenedores, busqué y hallé en un plato de potaje la dentadura postiza de un viejo sacerdote muy querido, con el que almorzaba en este Puerto, y al que se le desprendió la cosa por falta de pegamento. Me pasa ahora y le saca la dentadura del plato la Cruz Roja. Aunque, si les digo la verdad, me voy curando de mis miedos a la enfermedad, a medida que me hago mayor. Me pasan cosas raras: antañazo me encantaba viajar en avión, no me podía estar quieto. Y ahora me da miedo el avión, sobre todo cuando leo los informes sobre inseguridad aérea, como el que publica, en dos capítulos, el periódico digital El Español. Pone los pelos de punta. Ni siquiera me paro hoy junto a los paneles verdes de las obras, ante los que se da cita todo el Imserso, nunca he sabido si es porque quieren ver sus jubiletas si hay agua en el fondo del hoyo o para discutir entre ellos si esa agua procede del mar o de una galería urbana formada por la filtración de algún barranco. He escuchado las más descabelladas teorías al respecto. Todos los jubiletas son ingenieros de Caminos, Canales y Puertos y hablan con una sabiduría digna de mejor causa. En el Puerto, eso de las obras se hace muy particular. El otro día observé a un capataz, pata en la pared al modo cigüeña, dirigir a una banda de indocumentados construyendo una acera. Uno de ellos, el más bruto, portaba una señal de tráfico y paraba a los coches con el símbolo de siga y les daba paso con el de prohibido. Toda una autoridad en seguridad vial. Los automovilistas se tronchaban de risa.