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Un mundo

Recuerdo de mi abuelo Pedro muchas cosas, sobre todo, su caballerosidad, su honradez y su puntualidad. Me llamaba mucho la atención que estuviera preparado con tanto tiempo de antelación para llegar puntual a sus citas, ante mi desesperación. Yo era su chófer. Quería que fuera yo quien lo llevara a todas partes; se sentaba delante conmigo en el Simca 1.000, que le costó 200.000 pesetas en Hernández Hermanos, y mi abuela iba en el sillón de detrás. Me hacía tomar rutas innecesarias y empinadas solo para probar mi pericia con el embrague del vehículo. En ese coche aprendí a conducir y, años más tarde, cuando quise recuperarlo, había sido desguazado. Un amigo de la Guardia Civil siguió su pista hasta el mismo desguace. Una pena. Pero tengo todo el historial del coche, cuyo defecto principal era la bomba del agua, que se llenaba de aceite. El Simca 1.000, el modelo francés, marcó toda una época. Este tenía la matrícula TF 22424 y era azul, con los sillones de cuerina azules y grises. Lo tuvimos muchos años y luego lo cambiamos por el modelo 1.100, que tuvo menos éxito, esta vez blanco. No recuerdo el número de placa. La cosa eléctrica la reparaba aquel gran mecánico que era Manuel Pérez, que arreglaba los coches en la misma calle Santo Domingo. Todos sus hijos fueron también mecánicos. Y muy buenos. Mi padre era olvidadizo a la hora de pagar, pero don Manuel ni pestañeaba cuando yo iba, sin perras, a recoger el vehículo para fardar con mi novia. Entonces yo era un joven despreocupado y alegre cuando hoy todo se me hace un mundo. Entiendo a mi abuelo, porque ahora quiero llegar a tiempo a los sitios y meto prisa y me preparo con siglos de antelación, sobre todo cuando voy a coger un avión. Me he convertido en un pejiguera; cosas de viejos.

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