Si ayudamos generosamente a los más necesitados; si fortalecemos nuestra confianza en la ciencia y en medios de comunicación responsables, será mucho más fácil vencer a la epidemia y finalmente viviremos en un mundo mucho mejor”. Esta afirmación de Yuval Noha Harari en una entrevista que hoy publica La Vanguardia parece ser válida para todo, es una receta para el mundo de cualquier tiempo, esté o no esté sometido a la presión de una crisis y no grave sobre él la incertidumbre de su futuro. Luego, cuando descendemos al nivel de los detalles, y valoramos las interacciones que las nuevas decisiones tienen sobre los distintos sectores en los que la sociedad basa su progreso, las cosas no son tan sencillas de resolver. Llevamos muchos años hablando de sostenibilidad, pero esto no significa que hayamos logrado imponer ese concepto presidiendo a los principios prácticos de la economía. Se nos llena la boca con la palabra igualdad, pero se diluye en aspectos que tienen que ver con la renta, con la educación, con la sanidad, con el género, o con los límites a la promoción personal.
Discutimos sobre los daños que le infringimos al planeta, pero no nos ponemos de acuerdo en cómo va a ser modificado nuestro modelo energético. Ni siquiera tenemos claro cuáles serán nuestras premisas elementales para garantizar la libertad individual y el respeto por la vida. Quiero decir con todo esto que ese mundo ideal que vaticina Harari no podrá construir se en dos días, entre otras cosas porque los proyectos que están sobre la mesa nos llevan a resolver estas cuestiones sin disponer de una visión de conjunto. En el fondo, todas las reivindicaciones han sido ya planteadas de forma sectorial y se contienen en las bases de cualquiera de las ideologías que hoy barruntan reformas, como agoreras del futuro. Nadie puede decir: “A este país no lo va a conocer ni la madre que lo parió”, porque lo más probable es que se equivoque, comprobando una vez más ese carácter lampedusiano de los cambios.
Siempre que disponemos de tiempo para detenernos a pensar surgen elevadas dosis de esperanza, que yo no quiero frustrar en esta reflexión. Lo deseable se presenta con una gran nitidez, pero sospecho que es con la claridad ilusoria del espejismo, porque el objetivo principal es acabar con la epidemia y no construir el mundo futuro que vendrá después. Además, siempre ha ocurrido igual. Las cosas seguirán siendo básicamente las mismas. Puede ser que las revoluciones hayan surgido en estados de necesidad parecidos al que estamos pasando, pero las que han nacido de esas urgencias han demostrado su perentoriedad. Me refiero a las que duran lo suficiente para que una generación las vea nacer y morir, y que no consiguen imponerse a nivel global. Para muchos es demasiado largo sufrirlas de por vida, pero ese tiempo no es nada comparado con la marcha de las cosas estables que gobiernan el mundo.
El deseo de Harari es encomiable y apenas discutible en el ámbito de la generalidad. La realidad es bien distinta. Cuesta mucho trabajo descubrir e imponer lo nuevo. Es más cómodo desempolvar lo viejo haciendo juegos malabares para que parezca revestido de la novedad más rabiosa. Es el momento de sacar del cajón las antiguas propuestas ideológicas y aprovechar para saldar con ellas la cuenta pendiente de la nostalgia: ese camino de retroceso que nos lleva a evocar otra vez aquello que pudo haber sido y no fue. Dice Harari que hay que controlar lo que hacen los políticos en este momento. Creo que tiene razón. Yo tampoco me fiaría. Cuidado, porque intentando vendernos un robot de última generación nos pueden endosar una antigualla como don Nicanor tocando el tambor, y entonces, apaga y vámonos.