Hoy he despertado haciéndome preguntas. Gajes del oficio. Lo cierto es que conozco las respuestas y que hasta me parecen lógicas, incluso, de sentido común pero… ¿alguien se ha preguntado lo mismo?
Ha pasado por alto el dato que barema el descarte, el que establece el filtro, el que crea la boca del embudo. La temida cifra es la de 65. Y eso en “el mejor de los casos”.
En medio de la mayor crisis vivida por los que saldremos vivos de esta… te mata el DNI. Te mata lo vivido, te obvia cuánto has vivido. ¿Somos una ciencia exacta? ¿Los números lo son todo?
¡Madre mía! Sesenta y cinco años. Cuando era niña esa era la edad de los abuelos. La esperanza de vida de nuestro país no te regalaba mucho más. Pero en pleno siglo XXI los avances farmacéuticos, la información y la tecnología nos alargaban la edad, nos aportaban vida. ¿Para qué? Para esto.
Hoy superamos las expectativas de las pelis futuristas del pasado, y dejamos atrás los coches voladores para sumarnos a una guerra mucho más cerca, físicamente, de lo que se sitúan galaxias y estrellas.
Desperté, desperté haciéndome preguntas tipo: ¿Por qué si la mayor tasa de mortandad está en ‘los mayores’ son ellos quienes ceden respiradores a los más jóvenes? ¿Por qué vale más quien más vida, en años, vivirá? Todo estos datos sentenciantes son siempre según la ciencia, claro. ¿Porque quién dice que al salir un viernes en la noche “a toro pasado” no “nos pilla el mismo toro” y “nos vamos”? Eufemismos que, al contrario que lo ataúdes de Gran Vía, observan la realidad desconcertados.