Un asteroide potencialmente peligroso nos perdonará la vida el próximo día 29. Como a perro flaco todo son pulgas, debemos andar con ojo en las actuales circunstancias. Hemos puesto alto el listón; ya no competimos con la calima o el Delta, sino con el coronavirus o un asteroide o una amenaza nuclear. Se nos ha disparatado el umbral del dolor y ahora medimos el miedo con cataclismos que antes eran de ciencia-ficción. No nos altera el ánimo cualquier cosa. Viene una recesión sin anestesia y ya la damos por sobreentendida. Va en el sueldo de esta guerra.
Cualquier efecto convencional sería un rasguño en mitad de un bombardeo. Ni caso. Ahora tenemos todos los sentidos bien entrenados. El asteroide era una probabilidad no descartable y, por tanto, acorde con los tiempos que corren. Pero los expertos acaban de robarle la historia al azar con este spoiler: la roca espacial pasará a 6,28 millones de kilómetros de la superficie terrestre a una velocidad de 9 kilómetros por segundo. Fin del suspense. “El asteroide tiene cero posibilidades de golpear la Tierra cuando haga el sobrevuelo esta vez”, sentenció el astrónomo Chao Haibin, del Observatorio chino de la Montaña Púrpura. Cierto que el desmentido viene de China, y no es casualidad. Y de allí, de Wuhan decían algo por el estilo cuando estalló el coronavirus, obligaron a desdecirse a los primeros médicos que advirtieron del peligro por wasap, y, como saben, al cabo de apenas dos meses, la pesadilla va por dos millones trescientas cincuenta mil infectados, ciento sesenta mil fallecidos y unos seiscientos mil curados. Le quitaron importancia y muchos lo han lamentado. En cierta ocasión recorrí una muestra de CajaCanarias sobre los meteoritos asesinos que amenazan al mundo desde tiempo inmemorial, hasta quedarme clavado de pie ante un documental de la Nasa. Los testimonios eran escalofriantes. Especialistas del máximo nivel acreditaban la hipótesis de la colisión inevitable. Eran encuestados para un programa divulgativo dirigido al gran público y nos llevábamos un jarro de agua fría, pues salías del Espacio Cultural con la moral por los suelos de un dinosaurio.
Puestos a imaginar eventuales siniestros en nuestras vidas podemos acabar delante de una ouija haciendo una sesión espiritista. Esta cuarentena vuelve majara a cualquiera, y por eso, con evidente acierto, las autoridades han convenido, como pedía este periódico el viernes, abrir la mano con los más pequeños y darles el pase pernocta a partir del 27.
Los asteroides no son ninguna broma. El particular interés en documentar los más cercanos llevó al geólogo y paleontólogo Francisco García Talavera a acreditar que hace 20.000 años tres rocas celestes destruyeron todo asomo de vida en el Sahara vecino y el impacto se sintió en Canarias a 800 kilómetros de distancia. Paco dice que cada vez que un bólido de esos amenaza la integridad de la Tierra se le enciende la “lucecita roja de aviso”. En sus pesquisas sobre aquel suceso descubrió una sucesión de cráteres sobre el suelo de Mauritania y concibió la tesis de un triple encontronazo de perfecta alineación; boquetes de kilómetros de diámetro. El de mayores dimensiones recibe el nombre de El Ojo del Sahara, todo un mito para los astronautas de mediados del siglo pasado. García Talavera cree que aquel tren de asteroides provocó los efectos de cientos o miles de bombas nucleares. Y digo esto para que el coronavirus tampoco se crea el rey del Mambo.