por qué no me callo

El Día de la Guerra Mundial de la Salud

Con Boris Johnson en la UCI, el coronavirus amedrenta alcanzando de lleno a una pieza mayor de esta cacería. Y la reina centenaria, evacuada de Buckingham para cumplir aislamiento lejos del virus, le ve las orejas al lobo. Hoy no es un Día Mundial de la Salud cualquiera. Como esta no es una Semana Santa al uso. Todos los días son lunes, decía Ábalos, celebrando los falsos fines de semana de menor movilidad con el decreto de la famosa hibernación económica. Son días de test a las cinco en un mundo tan escéptico como el inglés, que no acaba de guardar cuarentena como el europeo común, y ha dado lugar a ver las barbas del primer ministro arder para poner las propias a remojar.

Se nos había dicho que venían curvas, pero no estas. La entrevista de ayer con José Carlos Francisco (al que Sánchez parafraseó con que “esta es la crisis de nuestras vidas”, pues el empresario ensayista ya usó el latiguillo en su última entrega) habla de aquellas curvas a las que aludían los gurús menos optimistas en el mundo convencional que expiró hace tan solo tres meses. Son las oscuras golondrinas de esta nueva recesión, porque aquellas, las de entonces, esas ya no volverán, curvas incluidas.

En el entretiempo de esta larga crisis del coronavirus nos recreamos en la otra curva de los contagios y las muertes, y por suerte hemos alcanzado el pico y comienza a descender. Pero Nueva York, la ciudad de los rascacielos, vuelve a las horas más tristes del subconsciente del 11-S, cuando las Torres Gemelas dejaron entre los escombros casi 3.000 muertos. Hoy rememora los versos de Whitman de su gran guerra, y la capital que deslumbró al mundo, la meca de la fama y el glamour, se dispone a abrir zanjas en los parques para sepultar a sus víctimas de la pandemia. Ataúdes en Central Park. Vienen curvas para el mundo entero, como nunca antes las hubo en las autopistas del siglo XXI. La III Guerra Mundial. De China a Estados Unidos, de Wuhan a Nueva York.

Los húsares del virus se desplazan a gran velocidad, pero, como los husos horarios, cuando amanece en una zona del planeta, en otra anochece. Por aquí comenzamos a barajar los modos de proceder al desescalado, que es el término al uso del desconfinamiento, según el léxico del Gobierno, en tanto en América se hacen prospecciones de las semanas más duras que están por llegar. Esas fueron al principio las palabras de Sánchez. Cuando decretó el estado de alarma y tanto Trump como Johnson disentían de echar el cierre. Los propios epidemiólogos confiesan que esta vez el coronavirus los cogió en un renuncio. Presumieron que sería más inofensivo, incluso desconfiaron de las bondades de la cuarentena. Pero el bicho se extendió como un reguero de pólvora y ha hecho los estragos que conocemos.

No celebraremos este Día Mundial de la Salud, que conmemora la fundación de la OMS, como una fecha ocasional. No, esta vez no. Estamos en mitad del mayor desafío conocido para la salud humana. Rindamos homenaje a los héroes sanitarios (la presente edición previó reivindicar al personal de enfermería y de partería, antes de la pandemia) y, de un modo particular, a nuestros mayores, amenazados doblemente: porque el flagelo del virus ya se ceba con ellos de antemano y porque la carencia de medios asistenciales provoca una dramática e inadmisible selección de la vida según los pronósticos de la edad.

Acabamos de dejar atrás seguramente el peor trimestre de los últimos cien años. Y emprendemos un abril con las mejores expectativas. Los científicos de casa nos informan del avance de la medicina con el arsenal terapéutico disponible y todo apunta a que hay cargamento de sobra para doblegar al enemigo en tanto llega (confían en que más temprano que tarde) la vacuna que dé la puntilla definitiva al asesino que llegó por el aire.

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