después del paréntesis

El diablo

El prójimo se encontraba tendido en un recodo del camino con profundas heridas en la cabeza y en el pecho. Por el otro lado del sendero, transitaba el apóstol camino de su aldea después de la tarea misionera entre los campesinos. El lastimado, al que el cura supuso moribundo, esperaba la ocasión. Imploró auxilio. El sacerdote (pese a lo que se le asigna en misericordia y templanza) rehusó. Si moría en sus brazos, para la justicia él sería el culpable de la defunción. Habría de cuidarse. Siguió. El otro imploró con más fuerza. Entre otras cosas porque el pastor lo conocía y se trataban desde hacía muchísimo tiempo; más aún, eran amigos. El clérigo dudaba porque asumía una proclama justa de su quehacer: un médico de almas no cura cuerpos. Pero las palabras del individuo lo sorprendieron. Más cuando el agonizante insistió. Por lo cual oído, se acercó y vio; vio no lo extraño sino la contradicción: bondad y maldad, inteligencia y torpeza, fealdad y belleza, perversidad y ternura. ¿Quién eres?, preguntó. El interrogado sonrió. Reclamó el abate que le revelara la identidad. El postrado le expuso que él era el argumento de sus prédicas, él era el protagonista de lo que le notificaba a la gente. Soy el diablo, le dijo. ¿Cómo el diablo maltrecho, en semejante estado? El apóstol se paralizó por la osadía. ¿Cómo, en su santidad, sale a su vera un engendro tal? El réprobo apuró su grado: no puede desaparecer la tentación. Por eso Dios me creó, dijo.
En ese momento el sacerdote trajo a su memoria el cuadro sobre el juicio final que colgaba en su iglesia. Allí una figura igual a la que contemplaba. Gritó con tanto rencor que el gran valle plagado de árboles se sorprendió. Cierto que Dios te creó, con una exigencia: el odio. “Acércate y cura mis heridas”, imploró el dañado. “Las manos que bendicen no pueden tocar el infierno”, se excusó el sacerdote. “Te equivocas”, respondió; “yo, como Judas para tu Cristo, soy la razón de tu felicidad. Si el pecado muere con mi muerte, te perderás”. Y satán soltó una carcajada tan profunda que el valle se inquietó.
El padre se acercó y con dificultad cargó al demonio sobre sus espaldas. La sangre manchó sus manos, el rostro y la piel precavida de su corazón. Caminó hacia su casa donde lavar con agua tibia las lesiones, taparlas con limpias vendas luego de cocer con esmero los surcos de la profusión.
El padre Samaan no solo reparó una muerte, salvó su condición.

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