después del paréntsis

El silencio

El guerrero Yussef El Fakhri ejecutó con primor la campaña en la guerra contra los Kadisha. Lo notable de la operación no fue el poderío al que se enfrentó, lo extraordinario fue la destreza de la centuria, dado su ingenio y maestría militar. Por lo inesperado y asombroso, el flanco enemigo se derrumbó. La batalla cayó al suelo como una manzana madura desde el árbol. No contaron los heridos, contaron los muertos. Y la reina en su clemencia y admiración le impuso condecoraciones y lo agasajó con premios de oro, caballos, espadas rutilantes y armaduras. Era el más grande entre los grandes, el héroe más sobresaliente entre los conocidos y los por conocer.

La instancia de su destino, sin embargo, no era una línea recta y estaba por resolver. El enemigo no se repuso pero siempre la fuerza llama a la fuerza. Así que el glorioso que los despedazó fue convocado en honor. Era un engaño; Yussef El Fakhri lo conocía. Mas, como el divino Julio César, no leyó el memorándum por el que se le advertía. Los valientes se enfrentan de ese modo a la voluntad. Fue capturado y recluido. Pasó cincuenta semanas en absoluto confinamiento.

El misterio que sus otros conocían era lo que registraba su alma: el terror por el silencio. Para él el mundo no era ruido, era voz. Siempre las palabras citan el eco de las palabras. De ahí el rumor de la noche. Si el mutismo no conversa, el mundo sí. El silencio no existe.

Lo encerraron en una cámara anecoica construida al efecto. En los primeros instantes oyó un chirrido profuso que no existía. Minutos después su sustancia se reveló: el zumbido del corazón dañaba los oídos, el aire hacia los pulmones estremecía, la sangre agredía a las venas, los fluidos quisieron salir al exterior y la piel consumó un concierto de rumores. Una hora después sumó a sus desdichas las fauces más atroces del martirio. A la reclusión supo imponerse con rigor: caminó kilómetros paso a paso por la habitación, hizo ejercicio en el suelo, se colgó de los marcos de la puerta y recitó historias infinitas. El silencio no solo lo turbó sino que lo hizo descubrir grieta por grieta todas las oquedades de su cuerpo, y esa es la peor condena que a un hombre se le puede imponer.

Después de cinco horas, el principal abrió la puerta y le comunicó que se le había impuesto la libertad. Dijo, cuando no existe la muerte, el amor y el odio sobran. Marchó.

No corrían peligro, un demente que colgó medallas y dignidades recorrería el mundo sin reconocerlo.

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