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El virus monárquico

Sin haberlo imaginado –ni buscado expresamente- el rey Juan Carlos se convirtió no solo en la pieza clave de la Transición española, sino en alguien sin cuya cooperación la convertía en imposible. Fernández Miranda había diseñado una estrategia legalista que transitaba de las leyes franquistas a la Constitución, “de la ley a la ley”, como le gustaba señalar, contando con la cooperación del franquismo -Fraga Iribarne-, que aceptó suicidarse con ciertas condiciones, y de comunistas, socialistas y nacionalistas –Santiago Carrillo, Felipe González, Josep Tarradellas-, que aceptaron la monarquía, la bandera y la Constitución, es decir, el resultado de la guerra civil. Pero era absolutamente necesaria la cooperación de Juan Carlos porque era el único que reunía en su persona las tres legitimidades: la legitimidad franquista, porque había sido nombrado sucesor por el propio dictador; la legitimidad monárquica tradicional, porque su padre abdicó en él de acuerdo con las leyes y la costumbre de la monarquía española; y la legitimidad democrática, porque su titularidad de la Corona fue incluida en la Constitución y votada por todos los españoles. Sin Juan Carlos, la Transición al modo legalista se convertía en imposible. Pero Juan Carlos, bien aconsejado, cooperó sin restricciones.

Esa cooperación, y la protección del periodismo nacional, que aceptó un pacto de silencio y de constante alabanza, un pacto que se convirtió en una sólida muralla protectora de su imagen, le proporcionaron un enorme prestigio social y político, alimentado por los medios. Una muralla y un prestigio que le protegieron, incluso, de su nunca aclarado papel en los sucesos del 23-F. Sin embargo, desde muy pronto se hizo patente que sus virtudes públicas no se correspondían con sus vicios privados, unos vicios que no se detenían ni ante la ofensa pública y constante a la reina Sofía. Una persona, la reina Sofía, a la que la sociedad y la política españolas no han compensado ni premiado como se merece.

Cuando se quiso utilizar nombres de reyes Borbones para denominar algunas nuevas Universidades españolas, de una lista de traidores, felones y dictadores solo se pudo salvar a Carlos III, y se incluyó a Juan Carlos I por una cortesía que hoy en día queda en entredicho. Porque el final de la protección mediática y de la veda informativa sobre la Corona, a partir sobre todo de la cacería de Botswana y de la salida a escena de Corinna, no solo ha destruido la falsa imagen prestigiosa del anterior monarca, sino que ha comprometido a su hijo y a la propia institución de la Monarquía.

Felipe VI se ha visto obligado a protagonizar el brindis al sol que supone repudiar una herencia y una legítima que solo pueden ser repudiadas cuando el testador fallezca. Un brindis al sol y una mera declaración de intenciones que, incluso, no le obliga a cumplirla cuando de verdad se produzca el fallecimiento. Y una declaración de intenciones que no le asegura que su hija, cuya condición de mujer fue tan cuidadosamente asegurada y tan políticamente correcta, le suceda algún día. Para conseguir eso y salvar a la Monarquía, en el aniversario de la Segunda República, es más efectivo que los españoles nos imaginemos que el presidente de la Tercera fuese José María Aznar o Rodríguez Zapatero. O Pedro Sánchez, sin ir más lejos.

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