Perdonen que les hable ahora de camposantos. Estas cosas se ponen de actualidad a pesar de que no queramos. No existe nada más desolador que uno en estado de abandono. Me recuerda un poema de Margarit que describe unos solares a la entrada del cementerio de Montjuic, en Barcelona. Los edificios donde antes se instalaban los marmolistas lapidarios están deshabitados y en un avanzado estado de deterioro, como los jardines que dejan de cuidarse. El terreno está cubierto de jeringuillas, desechadas por los yonkies que deambulan como zombis una vez que se pone el sol por Sant Boi. Margarit dibuja la realidad con un trazo directo utilizando un tiralíneas económico que pone en el punto de mira lo que interesa resaltar. Lo demás parece no importarle. Entiende de una ciencia que se llama Estática, que es como el secreto, aparentemente en reposo, para provocar que la Arquitectura muestre su aspecto más dinámico.
Qué gran contradicción, y sin embargo, funciona. Quiero decir que en una maraña de tensiones donde lo introduce Timochenko es capaz de hallar la senda del equilibrio. Todo esto viene a colación porque una mañana mi hijo me llevó a visitar el cementerio, que ya llevaba unos cuantos años cerrado. En aquella época estaba Maragall en el ayuntamiento y se organizaban visitas guiadas para ver la tumba de Durruti, aprovechando esa tradición románticamente anarquista de la ciudad, y, en menor escala, el monumento a Colavida, que fue un importante espiritista. Allí se reunían personas que delataban la estupidez de quienes iban a buscar al espíritu de un reencarnado justo en el lugar donde se suponía que solo hallarían sus despojos. No había nadie ese día, pero fue mejor, porque pude disfrutar del catafalco de ildefons Cerdá, donde aparece una gran maqueta del Eixample, o las esculturas de Clarasó, de Llimona o de Vallmitjana, alguno de los cuales trabajó hasta unos días antes de su fallecimiento para acabar la obra que iba a presidir su mausoleo. La curiosidad por informarme me llevó a una página de internet en la que descubrí ciertos proyectos que el consistorio había puesto en marcha con el objeto de recuperar zonas verdes a costa del excesivo uso del suelo en los cementerios. Uno de ellos tenía que ver con Montjuic y proponía la construcción de un edificio de varias plantas en lo alto de la montaña destinado a almacenar ataúdes; igual a uno de esos garajes informatizados a los que no podemos acceder directamente para retirar el coche. Con esto se conseguía la liberación de una gran extensión de espacios libres. La operación se repetiría en Collserola y en Poble Nou, pero lo que llamó mi atención fue que se trataba de una iniciativa incursa en la denominada Alianza de Civilizaciones, que había puesto en marcha José Luis Rodríguez Zapatero. No estaba mal tirado. Barcelona aprovechaba, como siempre de manera inteligente, la posibilidad de financiar una de sus operaciones de remodelación urbanística. La crisis del 2008 acabó con aquella idea, cuyo eje principal era dar una alternativa a la celebración de los ritos funerarios de la población musulmana. Una manera de diluir las reivindicaciones de la Yihad, que se mezclaban torpemente con los intentos de democratización de la llamada primavera árabe. Un fracaso total, por cierto.
No sé por qué motivo, o sí lo sé, hoy recuerdo los cementerios y sus aprovechamientos. Quizá sea porque el problema de su capacidad desbordada sea uno de los signos más determinantes del padecimiento de una situación catastrófica. La imagen más dramática consiste en la dificultad para poder enterrar a los muertos. Ni el Dante es capaz de superarla, ni las visitas de Ulises a las profundidades del Hades. La realidad está por encima de cualquier ficción. Los yonkies desesperados deambulando por los alrededores de Montjuic que Margarit retrata con exactitud de observador milimétrico ya no me sorprenden. Prefiero recordarlo en el Taita de los años 60, cuando nos tomábamos unas cervezas con Emilio Machado. Ahora estamos en manos de un monstruo invisible que se parece a una de esas caricaturas deformes de las portadas del Papus o de Charlie Hebdo. Hasta a la muerte hay que desfigurarla para poderla aceptar cuando la vemos a la vuelta de la esquina. Por eso está bien que cada tarde mis vecinos les pongan a los niños la nueva versión de Resistiré y salgan todos a bailar a la terraza.