tribuna

Pandemia y decadencia de Occidente

Los habitantes del mundo occidental (léase Europa y Estados Unidos) de las últimas generaciones nos hemos acostumbrado a pensar que el liderazgo mundial nos pertenece, que forma parte de la naturaleza de las cosas: España, Francia, El Reino Unido y otros Estados europeos más limitada o transitoriamente, han ejercido el papel de potencias hegemónicas desde los inicios de la Edad Moderna. Y, a lo largo del último siglo, los Estados Unidos. Cada uno de esos sucesivos Imperios ha tenido sus propias características y ha buscado justificaciones para ejercer y mantener su hegemonía.
Si se mira con perspectiva, medio milenio es una brevísima etapa en la historia de la Humanidad. Desde mucho antes y durante amplísimos períodos hubo imperios -todos asiáticos-, si bien ninguno tuvo un alcance global, planetario. Continentes enteros quedaban fuera de su alcance. La África profunda, madre del género humano; y la remota América , cuyo poblamiento a través de Beringia se inició hace alrededor de 16.000 años, que presentaba al inicio de la colonización europea un mosaico infinito de pueblos, sociedades y grados de desarrollo social, cultural y político. Por mucho que hasta la irrupción de las naves castellanas fuera una completa desconocida para el Viejo Mundo.
Desde hace mucho tiempo me he preguntado cómo se produjo el ascenso de Europa, esa pequeña península del continente Asiático, durante esa etapa que abarca lo que la historiografía occidental conoce como la Baja Edad Media y el Renacimiento. Una Europa cuya involución económica, social, política y cultural que empezó con la decadencia del Imperio romano, tocó fondo cuando a finales del siglo VII el Mare Nostrum dejó de ser seguro para la navegación y el comercio de mercancías y de ideas, a raíz de la expansión musulmana.
El paso por Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente, de los Cruzados que iban a reconquistar los santos Lugares, llamó la atención de los bizantinos por su aspecto bárbaro. Y estamos hablando ya de los primeros siglos del Segundo Milenio. La consolidación de la familia monogámica, con lo que tuvo de protección (miren por dónde) de la mujer y de los hijos; la recuperación del concepto individualista de la propiedad y de la herencia, provenientes del Derecho Romano, la unificación política y jurídica paulatinamente fraguada por las monarquías emergentes, los avances en las relaciones económicas, en las técnicas militares, en los conocimientos geográficos y en las técnicas de navegación fueron factores muy determinantes.
El “descubrimiento” de América abrió inmensas posibilidades y desplazó al Océano Atlántico el eje de la economía y del acontecer histórico por varias centurias.
Sin embargo, Oriente (tanto el cercano como el lejano, vistos desde Europa) fue cuna y ámbito de grandes y duraderas Civilizaciones, de poderosos Imperios, de estructuras políticas muy desarrolladas y de relaciones económicas y comerciales que, durante milenios, representaron lo más avanzado de la Humanidad.
No es nada difícil detectar cómo en la formación del pensamiento filosófico occidental desde su cuna griega, está muy presente la influencia de corrientes culturales orientales mucho más evolucionadas (por ejemplo, en la toma de conciencia de la igualdad esencial de todo el género humano o en el ideal de sabiduría como desprendimiento de bienes y de pasiones, tan característicos del estoicismo). Y quien haya sentido inquietud por la Historia de la religiones habrá identificado cómo aspectos esenciales de la teología y la religiosidad cristianas llevan la clara impronta de religiones orientales como el mazdeísmo de los antiguos persas, originaria de las tribus que poblaban los actuales territorios de Irán y Afganistán: la lucha eterna entre el reino de la luz y el de las tinieblas, la noción del alma como emanación de la divinidad y la de su inmortalidad, las semejanzas entre la cuasi divinización de María y la figura de Anahit….
O los paralelismos entre la divinización de Cristo y la naturaleza divina y mediadora de Mitra, cuya religión estaba completamente difundida entre los soldados del Imperio romano y facilitó la difusión del cristianismo en el ámbito de un Imperio que nunca dispuso de la fuerza cohesiva de una religión oficial, ni se atrevió a imponerla en todos sus dominios hasta principios del Siglo IV como un instrumento para amortiguar su decadencia.
La actual pandemia del coronavirus constituye un formidable reto para todos los Estados y regiones, porque está siendo y va a seguir siendo la primera Gran Crisis sanitaria y económica de este Mundo Globalizado, el que surgió del desmoronamiento de la URSS y ha tenido a Estados Unidos como potencia hegemónica.
No todos los Imperios se asentaron en la potencia económica previa de los países que los lideraron. Se consolidaran desde el predominio económico o fuera este el fruto de su dominación política o militar, es una regla común de experiencia que un Imperio no puede sostenerse sobre la debilidad de su base económica.
Las grandes crisis lo ponen a prueba todo y constituyen el escenario de grandes cambios, de grandes avances o de grandes retrocesos. Esta Crisis está mostrando ante los ojos del Mundo las fragilidades de la sociedad norteamericana: las grandes desigualdades sociales de un país, el del “sueño americano”, que abandona a su suerte a millones de personas huérfanas de asistencia sanitaria y cuyo Estado, incapaz de garantizar aceptablemente la seguridad de sus ciudadanos, contempla resignado el incremento exponencial de la venta de armas.
Pero también a una Unión Europea maniatada por su incapacidad para vencer las resistencias de los Estados miembros a la pérdida de soberanía y consolidar unas Instituciones y un orden jurídico federales, con capacidad real de responder a los efectos presentes y futuros de la pandemia y de ejercer en el plano internacional una efectiva influencia, sustentada en los valores y principios de sus Tratados constitutivos (derechos humanos, defensa de la paz y la cooperación, respeto al Derechos y multilateralismo).
Cualquiera que se haya interesado por la Historia moderna y contemporánea del Estado, especialmente por la formación y consolidación del Sistema Federal Norteamericano, habrá podido comprobar cómo los avances y retrocesos en las formas de gobierno están ligados a la superación o al fracaso situaciones excepcionales de crisis. Son esas circunstancias extraordinarias las que nos ponen frente al dilema: “crear o romper”, como señalaba recientemente el Nobel de Economía J. Stiglitz. Frente a este panorama del mundo occidental, la pujanza económica de China y su influencia en un creciente número de regiones del planeta son una evidencia. Y ese ascenso, además de preludiar un nuevo liderazgo mundial, constituye un envite en toda regla a una de las grandes aportaciones de Occidente: la democracia como forma de organización de la sociedad y del poder político. Estoy hablando de democracia como forma de organización social y política, pero sobre todo como gran idea fuerza. De la misma forma en la que uno habla de derechos fundamentales: como retos constantes de la Humanidad, no sólo como realidades que sólo han tenido vigencia efectiva en un pequeño número de países -situados en el Norte desarrollado y dominante – y durante muy breves períodos, si observamos con perspectiva histórica suficiente.
Durante la Segunda Guerra Mundial el reto de las democracias consistió en ser capaces, sin renunciar a sus principios y a los derechos individuales que las legitiman, de movilizar las mejores energías sociales y vencer el encuadramiento y la disciplina totalitaria a que estaban sometidos los países del Eje Berlín-Roma-Tokio.
¿Será ahora capaz la democracia, sin renegar de sí misma, de vencer a un enemigo tan diferente como el Covid19? Vencer la pandemia significará no sólo erradicarla, sino hacerlo sin que las desigualdades sociales se recrudezcan, sin que nadie quede abandonado a su suerte. Porque de lo contrario, se habrá vencido al virus, pero éste se habrá llevado por delante el apego de los ciudadanos a los valores y principios de la democracia. Y habrá retrocedido de golpe lo que tantos esfuerzos civilizatorios ha costado ir construyendo.
Hasta ahora la formación, el declive y los relevos entre las grandes potencias no han sido incruentos, ni en la antigüedad ni en las edades moderna y contemporánea. Se vislumbran grandes cambios en la relación de fuerzas presentes en la vida internacional. Los cambios que parecen inminentes se deberán tanto a los méritos de los aspirantes asiáticos a asumir el liderazgo del mundo, como a los deméritos de gobiernos y sociedades occidentales.

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