Ningún Día de Canarias estuvo tan asociado a la C como esta edición de 2020. Con C de Canarias, pero también de Coronavirus y de citosina, cuya tormenta es causa directa de gran parte de las 365.000 víctimas mortales por la pandemia habidas en el mundo. Ningún aniversario en 37 años de autogobierno se celebró envuelto en un estado de luto y condolencia semejante. No se recuerda otro cumpleaños de la Comunidad Autónoma como el de ayer, en tanto tiempo como ha transcurrido desde el 30 de mayo de 1983 (yo estuve allí, aquella jornada, en la constitución del Parlamento, en la calle Teobaldo Power, como en un bautizo o una boda, o un estreno riguroso, el big bang de la autonomía, que debía ser la panacea de nuestros males, aunque el peor de todos, entonces, era el pleito insular, y ese virus sospecho quedó hibernado, sin rebrotes de consideración).
En verdad hemos sufrido un percance de grandes dimensiones. La historia, no ya de estas cuatro décadas, sino de muchos siglos precedentes, describe una tierra siempre expuesta a calamidades, catástrofes, desgracias, cataclismos y apocalipsis. Desde el día remoto en que despertó nuestra geología, con la explosión de los mares y los volcanes emergentes en el Mioceno; en la Conquista (señorial y realenga) de cien años, hasta los encarnizados combates, la persecución y la muerte; en las hambrunas y sequías que conformaron el ADN de un canario emigrante, y en las piraterías, en los asaltos y ataques invasores consuetudinarios…, ese estado de alarma acabó arraigando en la idiosincrasia isleña una impronta de fatalismo cíclico, de sentimiento trágico de la vida, como parte esencial de nuestro carácter, que nos predispone, pese a todo, a vencer continuos sobresaltos y salir a flote como espoleados por un instinto atávico que nos atañe desde la primera piedra que asomó en estas aguas sobre las que caminamos gracias a ello.
Es curioso que de ese pandemónium, sobre una litosfera de edad jurásica, como se percató César Manrique, hiciéramos virtud convirtiéndolo en habitación y parque donde acoger al visitante. El caravasar. Con Manrique se resume esta cultura hospitalaria que transforma el revulsivo del paisaje en una grata realidad para el huésped que es bienvenido, y cuya atracción por las Islas es lúdica y mitológica, pues desde la Antigüedad estamos en boca de los viajeros. Justamente ellos son los grandes ausentes de este Día de Canarias, por imperativo del virus que detuvo el reloj del mundo. Y nos sacó del mapa hacia un limbo de turismo cero, sin espacio aéreo y en que el mar se erige en frontera. De esa curiosidad de venir a vernos las entrañas y mojarse los pies en la orilla hemos vivido hace más de medio siglo.
Son los adentros, decía Alfonso García Ramos, los que definen a este pueblo. Todos los secretos permanecen bajo tierra. Recuerdo esa percepción de lo plutónico durante una excursión iniciática por los subsuelos de la Cueva de los Verdes, sobrecogido por una devastación milenaria y, sin embargo, poderosamente hermosa al cabo de los siglos. Un paseo entre las rocas ancestrales, entre luces y sombras con un ilustre huésped, Mijaíl Gorbachov, que no salía de su asombro, venido de otras regiones del mundo hasta donde extendió el brazo el admirado paisano Agustín de Betancourt.
Todo ello, y todos ellos nos retratan y reflejan cuando hacemos inventario en estas fechas de nuestra condición insular: la memoria de la tierra, la diáspora, los terribles acontecimientos del hombre ante el hambre y las enfermedades, el silencio de las costas temiendo la llegada hostil de los foráneos, el arcano y los misterios desoladores del paisaje convertido en postal de unas Islas Afortunadas (la dual seña de identidad), las constantes amenazas del exterior, las plagas, las tormentas de arena de los desiertos africanos… Y las generaciones de canarios que reconstruyeron su tiempo y espacio, rehaciendo la casa por dentro y poniéndola en hora, modernizando las islas contra una rémora de atrasos y marginación hace 37 años, aquel Día fundacional de Canarias. Los nombres de esos paisanos, mujeres y hombres, los que se quedaron en la orilla y los que cruzaron la frontera de cristal, como decía Carlos Fuentes, canarios del mestizaje de puertas adentro y del cruce de todas las culturas en su deambular por el mundo, toda esa multitud de isleños han traído la flota de naves que somos hasta este puerto inmutable al costado del continente que nunca hemos querido conocer como se merece.
La pausa eterna que constituye el continuo desplazamiento de un inmóvil jarrón chino en La tierra baldía de Eliot, que “se mueve perpetuamente en su quietud”, es una buena definición de Canarias. Unas islas impasibles que no han parado de transitar, de aquí para allá, hasta América y los confines del mundo, sin moverse del sitio. Yo he estado en lugares muy lejanos, a sabiendas de la huella insular, comprobando esa ubicuidad que nos explica y renombra.
Canario es una palabra, cuya etimología exprimió Juan Régulo Pérez desde que la leyó en la General Estoria de Alfonso X El Sabio, del siglo XIII (“…pero diz assi que unas yentes aque llamauan los canarios que morauan en unas sierras de cerca dalli…”), y que abarca un abanico de definiciones casi de ámbito universal. No somos conscientes de los estados de ánimo que en cada circunstancia nos ayudan a conocernos. Ese complejo y polifacético canario, tan heterogéneo y universal, es un mismo isleño en una isla poliédrica que muda el carácter, la idiosincrasia y hasta el humor según el pie con el que se levante cada mañana. Ahora, cuando tenemos ocho cimientos, este archipiélago es la cuadratura del círculo, en el que no renuncio a imaginar el fantasma de San Borondón merodeándonos y recordándonos que somos y no somos lo que aparentamos ser, pues todo es verdad y es mentira, y los canarios, como los cretenses, que decía el clásico, seríamos unos mentirosos, por negar nuestra inmortalidad. Hemos sentido esa cosmogonía de aquel tormentoso origen y la evolución de nuestra historia de hecatombes a propósito del coronavirus. Como si la pandemia nos hubiera sacado de un letargo y colocado ante el espejo, a cuyo través, fascinados, hubiéramos recorrido miles de años en una profunda visión retrospectiva. De este sueño saldremos, como de todos los anteriores, con la mirada puesta en el horizonte, que es nuestra estrella.