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El mago, la mascarilla, yo mismo

Cuando se estableció la obligatoriedad de llevar en los vehículos el chaleco reflectante amarillo, el mago se quedó la mar de contento. No hay nada que le guste más al rural que un signo de autoridad. Hasta el punto le tomó cariño el mago a la prenda que la colocó, de forma perpetua, en el sillón del copiloto y, por Navidades, le añadió al chaleco el gorro de Papa Noel, encasquetado en el apoyacabezas. Ahora, con la obligatoriedad de la mascarilla, el mago ha añadido el profiláctico al reposacabezas de al lado y, por Pascuas, serán tres los elementos de compañía: la mascarilla, el gorro de Papa Noel y el chaleco amarillo. Yo resido enfrente de La Caixa del Puerto y vivo escenas realmente curiosas. Llega el mago a tratar algo con la sufrida empleada y, en vez de dejarse la mascarilla puesta, se la quita cuando habla con ella, que da un paso atrás, consternada. También se la quita para escupir al lado del cajero porque el puto mago cada vez que va a sacar unas perras echa un pollo el muy jediondo, para aliviarse él al mismo tiempo que alivia su cuenta corriente. Lo de la mascarilla va a traer problemas, porque como la norma es confusa, esa confusión se une al cacao mental permanente que tiene el mago en su torpe comprensión de las cosas. He visto a alguno caminando en compañía de otro, ambos con las mascarillas en la mano. Esto de la pandemia no lo ha terminado de asimilar el personaje. Yo mismo confieso que la mascarilla me perturba; hasta el punto de que el otro día dejé a la perrita sola en el ascensor y la mandé a casa sin mí, porque me armé tremendo lío quitándome la puta mascarilla y se me cerró la puerta.

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