Hace más tiempo del que quisiera me presenté a una de las pruebas selectivas –oposiciones- que permiten avanzar en la carrera académica universitaria. Uno de los ejercicios consistía en desarrollar oral y extensamente un tema del programa a elección del opositor. Y elegí un tema titulado El Estado social y su crisis porque abordaba un asunto que ya entonces era de la máxima actualidad. Y han pasado años. El propio temario daba por supuesto que esa forma de Estado, por su propia naturaleza, está condenada a la crisis, entendida como una no consecución plena de sus objetivos y sus fines. Y, en ese sentido, la condena a no realizarse nunca plenamente tiene un contenido fiscal y financiero. Es decir, la ineludible crisis del Estado social o del bienestar es una crisis fiscal y financiera. Y esa crisis no tiene solución.
En efecto. El Estado social o social liberal se caracteriza porque, a diferencia del Estado liberal, se convierte en un agente social y económico junto al mercado; un mercado que respeta, pero que interviene y regula para dispensar bienes y servicios sociales a la población, en particular, y sobre todo, educación, sanidad, pensiones, prestaciones al desempleo y subvenciones. El Estado asume el papel de empresario, productor y cliente en el mercado nacional, y configura así lo que los autores alemanes denominan una economía social de mercado. Todo ello al servicio de garantizar –intentar garantizar- un mínimo vital a los ciudadanos más necesitados, un mínimo que les permita acceder a bienes y servicios a los que, de otra forma, no tendrían acceso.
Y aquí empieza el problema –la crisis-. El viejo Estado liberal se limitaba a garantizar el orden público interior y la defensa frente al exterior para que el mercado, libremente y sin interferencias, alcanzara el equilibrio: de ahí se seguiría el mayor bien para el mayor número, como afirmaban los clásicos. Sin embargo, el Estado social interviene el mercedo porque reconoce que su equilibrio es fuente de disfuncionalidades e injusticias; y eso le obliga a aumentar sus competencias y, por tanto, a incrementar muy sustancialmente el gasto público. Las finanzas del Estado se asemejan a las finanzas privadas –las economías domésticas y empresariales- en que su gasto viene financiado por sus ingresos, aunque con una diferencia sustancial: el Estado puede emitir deuda pública, que será adquirida por los agentes económicos y los particulares en función de la confianza que suscite la economía de ese Estado. Ahora bien, la Economía tiene unas leyes cuyo desconocimiento conduce a la quiebra, la recesión y el rescate. La deuda, como el salario mínimo y todas las variables macroeconómicas, tienen que guardar entre sí determinadas relaciones; la emisión de deuda, el salario mínimo y todo lo demás están sometidos a unos límites y deben obedecer a unas reglas.
Si España fuera una empresa privada ya hubiera quebrado, y ahora mismo está al borde del rescate por la Unión Europea. Y eso de que la deuda la paguen nuestros descendientes no deja de ser una estupidez. Los que predican tal cosa no explican por qué nuestros descendientes podrán practicar una política de ajustes más extrema que la que nosotros estamos dispuestos a adoptar ahora. Habría que repetir aquello tan famoso: “¡Es la Economía, estúpido!”. Y añadir: “¡Es la realidad!”.