En los años sesenta circulaban extrañas teorías para hacer caer al régimen cubano. Sobre todo, después de la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, que no tenía ni pies ni cabeza. Claro está que el mundo estaba en plena guerra fría, y ese juego de ajedrez posicional defendía allí uno de esos peones clave para mantener eternamente la expectativa de unas tablas. Luego el escenario de las amenazas estratégicas cambió y se trasladó a Corea del Norte donde se desplegaron misiles de largo alcance y dio origen al famoso escudo protector. Claro está que entonces ya la URSS había desaparecido y era el gigante chino el protagonista y defensor de los nuevos satélites. Lo de los años sesenta era más caribeño, más rudimentario. Se habló de introducir en la isla de Cuba a un anticristo, que entraría en forma de hombre rana, y se encargaría de hacer la contrarrevolución predicando un nuevo catecismo. Era una guerra de zodiacs, submarinistas y agentes dotados de capacidades extraordinarias, como el 007, ideado por Ian Fleming, que no inventó un antibiótico, sino un héroe con licencia para matar. Realmente, se trataba de una guerra de garrafón, llevaba a cabo por los escasos personajes que caben en una novela de Vázquez Figueroa. Más tarde, Donald Trump y Kim Jong-un han rebajado la tensión y se intercambian chascarrillos, de dueño de misil a dueño de misil, como mandan los cánones. Esto no quiere decir que las cosas se hayan enfriado y que ese hielo a punto de derretirse, que garantiza la paz entre los bloques, haya dejado de existir. Se ha trasladado al lugar donde siempre estuvo: a ese Caribe calentito que tiene detrás a todo un continente casi unificado por la corriente liberal de Bolívar, ahora disfrazado de totalitario. Han retornado las lanchas rápidas y los comandos, y los virus inoculados en la sangre de los dirigentes salvadores de la patria. Dicen en la prensa que Trump se ríe cuando le cuentan lo de la invasión de Venezuela por un comando de doce personas. No es para menos. No hace mucho tiempo, Maduro escenificó un golpe militar con unos pocos fuegos artificiales durante una demostración militar patriótica, y le sirvió para justificar una purga entre los que no consideraba muy afectos. Son técnicas viejas, de atentados fallidos, que ya habían sido utilizadas por dictadorzuelos como Teodoro Obiang, igual al autogolpe de Hassan II, que lo tuvo varias horas encerrado en un retrete. Este anuncio de desestabilización en Venezuela no es otra cosa que la pandemia paralela que ha venido a desplazar de las cabeceras de los periódicos, de los telediarios, y hasta de las redes sociales a algo que basaba su propaganda en la denuncia permanente de la agresión. Maduro no puede estar tanto tiempo callado. Es más, me atrevería a decir, que el virus será la puntilla que acabe con su régimen de dictadura encubierta de forma definitiva. Necesita un comando suicida, un guion de James Bond, algo que lo venga a salvar de aquello sobre lo que no tiene control. Los círculos bolivarianos no son suficientes para luchar contra la Covid-19, ni la Constitución en miniatura que exhibía Hugo Chávez, ni el niño Jesús, ni la Divina Pastora, ni el propio José Gregorio Hernández de Cisneros. Nada de eso sirve ya ante un bicho que viene a derrotar a lo poco que queda de la economía, incluso acompañando a una caída estrepitosa del precio del petróleo. Guaidó no tiene que hacer nada más que esperar a que el agente biológico imponga la nueva normalidad. Lo malo, es que me temo que la nueva normalidad intenta ir por otro camino y tiende al resurgimiento del paraíso moribundo donde languidece ese pueblo. El asunto está en echarle la culpa a alguien de lo que pasa. Hasta que llegue ese momento lo arreglamos con un comando desembarcando en una zodiac por una playa de la Guaira. Es lo que hay. Muchos lo saben y están dispuestos a aplicar las mismas técnicas para ver cómo escapan de la quema.
La invasión de los golpistas
En los años sesenta circulaban extrañas teorías para hacer caer al régimen cubano