después del paréntesis

París

Hubo un tiempo en el que el gorjeo de los gorriones y de los ruiseñores era perceptible en París. Era la época en la que las palomas expandían sus nidos libremente y comían granos de la mano. Fue el momento en el que centenares de artistas aprendieron francés y se recluyeron allí. Desde muy pronto Picasso ocupó su centro y sonó para el resto de sus días como Picasso, y Óscar Domínguez dejó de recorrer la costa de Tacoronte para convertirse en el hombre inextinguible del lugar. Muchos años después, una pandemia que resulta inhumana ha clausurado París. Hoy no es estrepitosa ni opulenta ni sofisticada ni mágica. Los tapices de La dama y el unicornio, del Museo Nacional de la Edad Media, no acompañan la vista asombrada de quienes habrían de contemplarlos; El escriba sentado no mira a quienes lo visitan en el Louvre; los ojos del Autorretrato de Van Gogh del Orsay no se estiman como dichosos y límpidos. París fue la ciudad de la Revolución Francesa que aseguró la democracia y del mayo de 1968 que dispuso un frente que se alarga hasta hoy contra el consumo, el capitalismo, el imperialismo y el autoritarismo y que pone en jaque a los políticos al uso. Fue la ciudad ideal, la ciudad que toda persona consciente y consecuente debía visitar. Se recuerda la anécdota del poeta modernista cubano Julián del Casal. Prendado por la tensión de los simbolistas y los parnasianos, París era el sustento de sus lecturas y su referencia. En noviembre del año 1888 se movió. Vio la sombra alargada de los edificios de lejos. Dio la vuelta. Mejor el París ideal que el real. Desde el 17 de marzo pasado, París cerró. No sirven sopa de cebollas en los restaurantes y el vino espera mejor ocasión. Además, parece que el destino se ha cebado contra ella: las revueltas de los chalecos amarillos, el incendio de Notre Dame, la hostilidad contra los inmigrantes subsaharianos, los atentados, el paro por la reforma de las pensiones o la ola de calor (45,5 grados) de junio. La suprema armonía se quebró y la Covid-19 alarga y alarma la espera.
Las contradicciones proclaman: hoy París es más respirable, la luna se observa más clara y mejor desde las plazas y los parques, miles de aves han vuelto a colonizar los paseos públicos, los patios y las azoteas de las casas y se esperan lobos. París no fue una ciudad real; fue un sueño. ¿Se recuperará o la Torre Eiffel será vendida a un caprichoso de los petrodólares? No se sabe si lo peor de los sueños es el despertar.

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