tribuna

Rebaños

El signo de la libertad y el de la defensa de la individualidad, a veces se encuentra diluido dentro de lo que llamamos colectividad. Es un instinto de autoprotección del grupo que va contenido en nuestros ancestros. Hemos llegado hasta aquí gracias a eso, y nos protegemos igual que lo hacen los alevines formando gigantescas bolas en un cardumen, que es solo la apariencia de un cuerpo mayor, formado por minúsculas crías indefensas. Ahora, en la lucha contra un virus, que se organiza en legiones para el ataque, hemos creado el término rebaño, una manera de escudarnos en un gran bloque que presenta a la inmunidad como resistencia al ejército que viene a destruirnos. Así ha sido siempre, hasta que la inteligencia de unos pocos dé con la solución para eliminarlo en forma de vacuna. Inocularnos algo de él para que una lucha bacteriológica desigual nos convierta en indemnes. La única posibilidad de seguir siendo superiores es utilizar nuestra arma indiscutiblemente superior que es la mente.

Mientras esto ocurre, continuamos divididos en banderías sueltas, cada una por su lado, haciendo como las liebres de la fábula: discutir sobre la raza de los perros que nos vienen a devorar. Cada una dirá de la otra que es la portadora de todos los males, porque esa es la única manera de mantener la razón de su existencia. Claro que es saludable que existan estas dicotomías y los debates que entre ellas se plantean.

Nuestro bienestar, nuestro desarrollo y nuestro progreso se han ido construyendo, tomando un poco de aquí y otro poco de allá, hasta elaborar un edificio, un sistema, en el que se pongan a prueba las bondades y las ruindades de las propuestas que nos van a beneficiar a todos por igual. Así se ha ido conformando el mundo en que vivimos, y lo seguirá haciendo, a pesar de que haya agoreros que vaticinen catástrofes y castigos, de los que las mayorías nunca se sentirán responsables. Democracia es confrontar, avanzar es debatir, pero para eso no hace falta abrir brechas de odio entre las distintas opciones que se ponen sobre la mesa. No existe un mayor mérito por exhibir la sangre que se ha derramado en las supuestas conquistas. Casi todas las que se han logrado de esa manera, han acabado cayendo como castillos de naipes. Yo he vivido, como muchos otros, una etapa de transición que ha garantizado diálogo y estabilidad ahuyentando al odio del escenario de las discusiones. Hoy he recordado, leyendo el Homo Deus de Harari, un aserto de Chejov que dice que cuando en una obra de teatro aparece una pistola en el primer acto, es casi seguro que se dispare en el tercero. Esto es verdad. La carpintería teatral está fabricada con anuncios y premoniciones. Nada ocurre para coger por sorpresa al espectador. Lo malo es que éste vea el arma sobre la mesa y no sospeche que algo va a ocurrir más tarde. Si repasamos la historia, y sobre todo la reciente, nos daremos cuenta de que el autor siempre colocó pistas para que fuéramos capaces de ir adivinando el final. Yo complementaría la información del escritor ruso diciendo: “si el público no quiere asistir a un drama, sino a una comedia de final feliz, cuando vea la pistola proteste, chille y patalee, hasta que vengan los del atrezo y la retiren inmediatamente de la escena”. Lo que no puede ocurrir es que, por si acaso, venga con la mía de casa, escondida en el bolsillo de la americana. Entonces morirá hasta el apuntador, que es como les gustaba a algunos autores tremendistas.

Si los profesionales de la algarada sacan la batería de cocina a las ventanas, para hacer ruido al estilo argentino, deja tú las tuyas preparadas para hacer un puchero, que es su función verdadera. Los que no saben música, hacen ruido, a pesar de que Alex Ross la llame el Ruido Eterno. No se puede construir el mundo haciendo sonar dos cucharas y un tenedor o algunos membranófonos rudimentarios. Para ponerse de acuerdo, el mejor ejemplo es una orquesta como mínimo con ochenta profesores. Lo demás es que cada uno toque a su aire, y así nos va.

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