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El escultor que hacía bustos por correspondencia

Cuenta César González-Ruano en su Diario Íntimo correspondiente a 1954 que se había enterado en el madrileño café Gijón de una historia prodigiosa. Había en Cuenca un escultor que hacía bustos por correspondencia. En cierta ocasión le encargaron uno de un joven poeta que se había suicidado, arrojándose al río. No le pudieron enviar al artista foto alguna. Nadie guardaba un retrato del muerto, ni siquiera su familia, ni se le conocían novias ni amigos que pudieran aportar datos del rostro del muchacho. Pero a un vecino de Cuenca se le ocurrió enviar al artista uno de sus versos. Con ese pobre bagaje de conocimiento, el hombre se puso a trabajar en la escultura del muerto. De suerte que, una vez terminado el relieve, este le fue mostrado al atribulado padre del muchacho fallecido. Era su progenitor el veterinario del pueblo donde vivía el chico, un hombre muy querido por los vecinos. Cuando entró el padre en la casa del artista y le descubrieron el trabajo, rompió a llorar, al tiempo que decía: “¡Es mi hijo, es mi hijo!, ¿cómo ha podido usted darle vida sólo por sus versos?”. Lo que había captado el escultor era el alma del joven, a través de su poesía. Todos los contertulios del Gijón se quedaron mudos con la historia, llevada hasta allí por el escritor Federico Muelas, amigo de Ruano y asistente habitual al café. Me lo creo, porque la poesía -que yo soy incapaz de hacer- tiene la magia suficiente entre otras cosas para adivinar rostros desconocidos, sobre todos los que se derivan del dolor. El inolvidable Arturo Maccanti alababa siempre mi prosa poética, cuando yo hago prosa poética. Jamás me faltaba su llamada, desde los amaneceres, para comentar mis artículos más celebrados por él. Cuánto lo echo de menos.

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