tribuna

La rodilla de Chauvin

La muerte de George Floyd logró opacar durante días la repercusión del coronavirus en Estados Unidos, lo cual da idea de su enorme impacto en la conciencia de la opinión pública

La muerte de George Floyd logró opacar durante días la repercusión del coronavirus en Estados Unidos, lo cual da idea de su enorme impacto en la conciencia de la opinión pública. Desde el asesinato de Martin Luther King, en los años 60, no se había desencadenado un estallido social semejante en la nación de Walt Whitman, el poeta homérico de un país multiforme, que él, abolicionista desapasionado, quiso creer y querer hasta tocar el cielo en la tumba. Estos sucesos son demasiado multitudinarios y terribles: el coronavirus, el racismo, la violencia, con sus odios y muertes. Y han ocurrido, están ocurriendo, se amasa entre tantas manos ese pan negro, en sentido literal, que una sola imagen, de cuantas recuerdo, honra a ese pueblo: la de un grupo de policías blancos con una rodilla en el suelo en son de paz. De resto, las soflamas represivas del presidente confirman su precipitada caída en los infiernos.

Hasta su icono antropomorfo tiene ya el virus en esos minutos infames de la muerte de George Floyd a manos (a rodillas) del oficial de policía Derek Chauvin. Dos nombres y rostros que ya pertenecen a la nomenclatura de las tragedias existenciales de Estados Unidos y de nuestra época, como lo fueron los atentados a Martin Luther King y John Fitzgerald Kennedy. ¡Con cuánta celeridad hemos devorado páginas enteras de la historia estos días, entre un patógeno y otro, la rodilla de Chauvin! Hablamos de pandemias como si se hubiera abierto la caja de Pandora y afloraran la devastadora Covid, el cáncer racial, la democracia herida, la mortecina economía, o sea, las peores plagas de manera atropellada e incontenible.

Todo ha tenido la magnitud, la desmesura, a que nos hemos acostumbrado estos últimos meses sin tregua. De pronto, el 25 de mayo, en Mineápolis (de tan mencionada, tan familiar como una ciudad de Tenerife) ese agente blanco aplastó con la rodilla el cuello de un afroamericano que clamaba en el suelo auxilio porque se asfixiaba e invocaba a su “mamá”. La mayoría de las víctimas de la Covid en ese país son latinos y afroamericanos, que se sienten en la piel de George Floyd, víctimas de un monstruo, encarnado en el policía desalmado del vídeo. Derek Chauvin es el virus. Y Floyd, amén de víctima global, por extensión salpica a Trump, a quien la pierna criminal del policía oprime también electoralmente. Noviembre amenaza la continuidad del republicano sórdido, con las urnas ensangrentadas por las muertes del coronavirus y la de Floyd, y la rabia de los millones de parados y, en particular, de los latinos y negros, que se han llevado la peor parte. “No puedo respirar”, las últimas palabras de Floyd, se reproducen en boca de Trump. Hemos visto a Gianna, la hija de seis años de Floyd, en hombros de la exestrella de la NBA Stephen Jackson, afirmar: “Mi papi cambió el mundo”. Si se consuma el vuelco electoral, está en lo cierto.

A Floyd lo apodaban el ‘gigante amable’: de dos metros de estatura, era “un hombre amoroso”, afirma su última pareja y madre de esa niña. No tenía los antecedentes inmaculados, porque le pesaban cinco años en la cárcel por robo a mano armada en el pasado, pero este exjugador de fútbol americano y baloncesto, rapero y vigilante de seguridad, había rotado hacia un buen hombre y ayudado a personas sin hogar y sonreía a su paso y era afable y querido por los vecinos de Powderhorn, donde ha muerto con 48 años delante de todo el mundo. Además, era uno de los 40 millones de parados de Trump por el coronavirus. Y era positivo, según la autopsia. Doble víctima en un país enfermo de Covid y racismo.

Cuando acusado de querer comprar cigarrillos con un billete falso de veinte dólares cayó en manos de Derek Chauvin y otros tres policías, ahora detenidos, el país entero y acaso el mundo, como asegura su hija, entró en otra dimensión. Trump terminó recluyéndose en el búnker de la Casa Blanca asediado por los manifestantes llenos de ira ante las barreras metálicas de la mansión presidencial. Estamos ante una potencia exangüe por la cadena de desgracias, que se ha cortado las venas y ahí está, en mitad de un charco de sangre.

Si abriéramos un paréntesis y habláramos de España, pensaríamos que el virus mutó en lo político, y de ahí que los dirigentes relinchen en el Congreso, se insulten y hasta alienten el fantasma de Tejero entrando por la Cámara gritando “¡Todo el mundo al suelo!. Cada país tiene su teología y su tautología: “un criminal es un criminal, un golpista es un golpista…”. Los yanquis arrastran la sombra del Ku Klux Klan y sus más célebres magnicidios. España ajusta cuentas con el franquismo y regresa cíclicamente al hemiciclo donde forcejean Tejero y Gutiérrez Mellado, y Suárez y Carrillo no se arrodillan. Como Francia hace con su revolución del siglo XVIII y su mayo del 68. Y así todos por un estilo: Alemania, Europa conviven con el pecado de Hitler y se conjuran contra el neonazismo que se expande por el continente. La muerte de George Floyd es un caso de manual. Recuerda a Putin sofocando el asalto del teatro Dubrovka en 2002 por terroristas chechenos: todos ellos fallecidos junto a numerosos rehenes tras una expeditiva operación rescate con un potente gas secreto. La mano dura de Putin es la que blandía estos días Trump sin éxito frente a su secretario de Defensa sobre el uso del Ejército. Tan miserable y tosca como la rodilla del agente que presionó el cuello de un negro inocente esposado bocabajo en el asfalto. Putin y Trump chapotean en el coronavirus anhelando no perder el trono. El yanqui ansía un baño de sangre para imponer su auctoritas frente al blando Joe Biden. La deriva de Putin es más lóbrega y grosera: se arrogará por referéndum el 1 de julio el margen a gobernar hasta cumplir 84 años, ¡en 2036! El mundo en que vivimos es una ciénaga y los líderes adictos no reparan en barros. Lo de la alternancia es un cuento. Aquí el que pierde el trono pierde el juicio y sufre abstinencia del poder. Tenemos ejemplos cercanos.

Pero mientras escribo, el mundo en junio es un interrogante. Las enfermedades, los derechos humanos, el hambre que acontece… No estamos en tiempos de paz, no. Si el virus era la guerra, esto no es la paz. Es esta estética del elefante en cacharrería, de Bolsonaro escupiendo el pésame a los brasileños, “lamento todos los muertos, pero es el destino de todo el mundo”. Es esta hora infausta de los gobernantes que nos tocaron en suerte. (George Floyd ha venido a quitar la mascarilla a estos jerarcas devotos del poder a urnas y dientes, porque no les queda otra.) Es la pierna asesina que oprime el cuello del negro en paro por el coronavirus. Es la espada de Trump y su harakiri.

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