La campaña electoral de los Estados Unidos convoca todas las miradas, pero ha sucedido algo inesperado que altera el guion de estos meses. La gente se ha echado a la calle, hasta las mismísimas barreras metálicas frente a la verja de la Casa Blanca y el presidente se tuvo que recluir en el búnker subterráneo cerca de una hora, como en los supuestos más alucinantes de las películas. No ha sido por el coronavirus, por los más de cien mil muertos registrados en todo el país mientras Trump, haciendo caso omiso de las fosas comunes de Nueva York en la isla de Hart, alienta la reapertura de los estados y el fin del confinamiento. En mitad de la pandemia, un agente blanco presionó su rodilla contra el cuello de un hombre negro esposado bocabajo en el suelo durante nueve minutos y lo mató. Y estalló el caso George Floyd, que ha conseguido desbancar al fiero patógeno y arrebatarle el trono de los factores más decisivos en la reelección presidencial.
Si hasta ahora era la economía por culpa del coronavirus el mayor lastre que abocaría al matón republicano a hincar la rodilla en las urnas de noviembre, parece que va a ser, además, otra rodilla, la del ya exoficial Derek Chauvin, que asfixió a Floyd, el que remate, a su vez, al propio Trump. Trump se juega el cuello bajo la pierna insolente del policía racista y las garras microscópicas del coronavirus. ¡Quién se lo iba a decir cuando todos sus enemigos parecían tan obvios: el chino, el norcoreano y Biden, el candidato demócrata que no mataba a una mosca! La economia iba viento en popa. En octubre había celebrado el récord histórico del desempleo: 3,5% después de medio siglo. Y en apenas dos meses dilapidó todo su tesoro, pues se fueron al paro, en mitad de la pandemia, 20 millones de trabajadores, que habían sido fruto de décadas. Un modelo de predicción casi infalible desde los años 40, de Oxford Economics, había pronosticado hace diez días que Trump perdería el poder con tan solo el 35% de los votos. El panorama ya era dantesco para Trump antes de que un policía sin escrúpulos se interpusiera en su camino humillando hasta la muerte a un hombre negro acusado de haber comprado cigarrillos con un supuesto billete falso. Esos 8 minutos y 46 segundos que duró el suplicio de Floyd (en realidad dejó de respirar a los 6 minutos) le van a resultar extenuantes y eternos al presidente. Las revueltas que han hecho de Estados Unidos la peor Venezuela de Maduro son como el inicio de su particular agonía. Antifa, un movimiento gaseoso de ultraizquierda al que hace responsable de los disturbios, lo tiene K.O. Floyd era uno de los nuevos parados del coronavirus, un afroamericano inmovilizado en el suelo por la peor versión del Tío Sam, que repetía “no puedo respirar” y suplicaba “por favor, por favor, por favor” invocando en vano a su “mamá”. Era un hombre grande que había sido segurita como su asesino en el mismo club de Mineapolis, sin que conste que se conocieran. Pero el incidente ha cambiado la historia de Trump y quién sabe si la del propio país, a las puertas de unas elecciones bajo un despeñadero de muertos y una bancarrota en un clima de excepción. El agente, de 44 años, ha sido detenido y acusado de homicidio en tercer grado. Floyd, de 46, está muerto. Y, políticamente, Trump, también.