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Una calavera en la maleta

Allá por los sesenta me dio por estudiar medicina. Me matriculé en la facultad de Sevilla, que entonces estaba en La Macarena

Allá por los sesenta me dio por estudiar medicina. Me matriculé en la facultad de Sevilla, que entonces estaba en La Macarena. En aquella época, muchos estudiantes tenían un cráneo humano que no sólo servía para estudiarlo anatómicamente, sino como una especie de símbolo de que querías ser médico. Yo me negué siempre a eso. Los conseguía alguien, supongo que en los cementerios, y había un mercado vamos a llamarlo de segunda mano, aceptado por las autoridades. Imaginen, hoy en día, tomar un avión a Sevilla con un cráneo en la bolsa de mano. Acabarías esposado por la Guardia Civil y conducido ante el juez. Algunos de los alumnos llevaban esos cráneos en sus macutos, sobre todo cuando, a la llegada a Sevilla, que era una aduana muy cabrona, tras las vacaciones, los carabineros abrían las bolsas a ver si llevabas gafas Ray-Ban, transistores y cigarros rubios, como ocurría casi siempre. Éramos estudiantes y pequeños contrabandistas. Detectaban la presencia de la calavera y te marcaban enseguida con la tiza, dejándote pasar, tras pedirte el carné de la facultad. No digamos el vista de aduanas, que solía ser un funcionario bajito, con cara de mala leche y supersticioso. Ahora me acuerdo de todo eso y me dan escalofríos. Porque hoy los cráneos de prácticas son de plástico, lo mismo que el resto del cuerpo humano, y no es necesario acudir a los cementerios, porque sería un delito, supongo. Ver los muertos flotando en las piscinas de formol mermó bastante mi aspiración de ser médico, porque el olor del formol es para toda la vida. Se te mete en los sentidos y no te abandona. Las prácticas de técnica anatómica se hacían -y se hacen- con muertos de verdad. Te pones a pensar quién sería esa persona, por qué estaba allí, qué vida había llevado. No, no, aquello no era para mí.

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