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Ya empiezan a sonar los teléfonos de números desconocidos; serán los bancos y los fondos de inversión. Es decir, ha llegado la nueva normalidad. Quien crea que todo no seguirá igual que antes está en un error. Habrá vacuna, pero habremos aprendido: a) a que la sanidad no es una broma; b) a que los viejos no merecemos morir tan pronto. Este pueblo es muy listo y bebe de las desgracias. De las guerras, no, porque el guerracivilismo se ha apoderado del Congreso de España. La pandemia ha servido para avanzar las obras del Bernabéu. Pronto estaremos todos juntitos otra vez en la grada, en diciembre habrá vacuna, se desatará una guerra por las patentes, pero los viejos dejaremos de morir, o al menos eso espero. Yo apenas he escrito del coronavirus porque me daba mucha tristeza. Al fin y al cabo, los meses de reclusión han sido como probar la cárcel, porque ¿qué ha significado todo sino un arresto domiciliario? Sólo los caraduras que nos gobiernan, esos tipos indecentes y suciánganos, han sacado partido de la pandemia. Han podido insultarse unos a otros con la impunidad que traen consigo las desgracias. Yo me conformo con ser un triste jubilado al que Hacienda le cobrará este año lo que ha ganado en todo un mes, para ayudar a pagar al amiguito de Sánchez, al que jugaba con él a baloncesto, y a la manceba del Coletas y al propio Coletas. Y al argentino de la silla de ruedas. Me da cosa, pero no tengo otro remedio: soy demasiado mayor para levantar el vuelo y buscar nuevos horizontes. Me quedo, pero me evado. ¿Y saben cómo? No pondré jamás un telediario, no volveré a ver ni a escuchar una tertulia y de cosas trascendentes sólo hablaré con mi perrita, que me dice a todo que sí y que no puede huir porque sólo tiene tres patas.

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