tribuna

De provisionalidades e intransigencias

La pandemia ni acaba de llegar ni se acaba de marchar. Nos tiene en ascuas. Y de todas las teorías puestas en circulación sobre cómo nos sentiríamos después de los encierros domiciliarios, la que creo que prevalece es la sensación de provisionalidad: la provisionalidad de nuestras vidas en general, de nuestros puestos de trabajo o de nuestras pensiones de jubilados, de nuestros amores pendientes, de nuestras ambiciones más acariciadas, de nuestras previsiones vacacionales, de todo lo que implique cierta programación. La vida está en suspenso. Por más que nos mentalicemos de que lo peor ya ocurrió, lo peor sigue estando ahí delante para intranquilizarnos. No hay manera de superar la pesadilla que comenzó el 14 de marzo con el estado de alarma. Nada parece haber finalizado, nos sentimos en una tregua de inseguridad que no nos permite relajarnos como nos gustaría. Quizá esa es la tan traída modificación de nuestras existencias tras el coronavirus.

Por supuesto, también es provisional nuestra supervivencia, por mucha mascarilla y dos metros de distancia que guardemos entre semejantes. La ciencia sigue echando barro a la pared y ni tan siquiera la riqueza acumulada de casi ocho mil millones de homo sapiens sobre el planeta es capaz de encontrar el remedio a la desazón en los laboratorios farmacéuticos. Un buen amigo astrofísico se enfada conmigo porque he dicho en alguna ocasión que hemos derrochado dinero en investigaciones científicas algo exóticas (a mí lo de los exoplanetas no me acaba de convencer, como tampoco me entusiasman las novelas de ciencia ficción) y no lo hemos empleado en ciencias de la salud. Lo que ahora estamos pagando caro. Hasta esos desencuentros me parecen provisionales, ya no me afectan, quizá porque he entrado en esa etapa feliz de la vida donde uno se divierte siendo intransigente. «Un viejo varón intransigente», como le gustaría presumir al Jorge Luis Borges que conocí personalmente en su Buenos Aires natal allá por 1978, cuando uno intentaba doctorarse en algo de esta vida, y oía con pasión a sus mayores diciendo lo que les venía en gana sin inmutarse.

Todavía no estaba de moda ni lo políticamente correcto ni, como dice el economista Lorenzo Bernaldo de Quirós, las sectas del feminismo radical, el apocalipsis climático o el animalismo buenista se habían adueñado de buena parte de nuestras conductas. Éramos algo más salvajes e indocumentados. Seres más frescos en todo el sentido de este calificativo. ¿Mejores o peores personas?
He releído estos días unos artículos que me dedicó María Rosa Alonso en el año 2006, en parte censurándome mi militancia nacionalista y acaso algunas ínfulas personales e intransferibles producto de las buenas edades que uno disfrutó en su momento. Y me he sorprendido porque yo entendía que los folios que María Rosa había redactado en ese momento eran mayoritariamente en mi contra. En especial, me ha llamado la atención una comparación que nuestra paisana establece en su tercera entrega. Una comparación que dice lo siguiente: “Las alturas son siempre peligrosas. Los humos hay que bajarlos y nadie es más que los demás.”

Sería una injusticia por mi parte ignorar que, muerto mi gran amigo José Arozena Paredes (al que llamé ‘gran lector del reino’) usted es, además de profesor de Filosofía y Letras (en Románicas) el heredero del cargo de Arozena, y tal vez ahora sea el personaje que más lee en estas tierras que menos leen, según dicen las encuestas. Usted lo lee todo, amigo García Ramos, sabe literatura iberoamericana como aquí casi nadie sabe; está usted al día en lecturas nacionales y, a veces, extranjeras; y vive nuestro presente cultural como pocos aquí viven”.

Qué ganas se me han quedado de agradecerle a María Rosa esa evaluación que hace de mi vocación lectora, y sobre todo, agradecerle que me compare con el gran José Arozena, gran devorador de páginas impresas, por supuesto, pero intransigente como pocos que he conocido. No había quién le discutiera nada, incluso hasta cuando se equivocaba y citaba a Kant incorrectamente, como una tarde durante una conferencia en el Círculo de Bellas Artes. Cuando Ventura Doreste le advirtió que el sabio alemán nunca había dicho lo de «Ladran, luego cabalgamos», el culto abogado le espetó a su acompañante sin miramientos: «¿Y quién, sino una persona como usted, ha podido darse cuenta de ese lapsus?».

Pasado el tiempo llegué a comprobar que don José no estaba tan descaminado como parecía. El ladran, luego cabalgamos, que todo el mundo sigue atribuyendo mal a Cervantes, está más cerca de lo que mantenía don José Arozena aquella tarde en la calle del Castillo, pues si bien no pertenece a Immanuel Kant, filósofo del último periodo de la Ilustración, sí parece propiedad de otro intelectual germano nacido en el mismo siglo de Kant y conocedor profundo de las teorías del autor de la Crítica de la razón pura. Nos referimos a Goethe, el autor de un poema intitulado Ladrador, de 1810, (Kläffler, en alemán), que en una traducción libre venía a decirnos esto: «Cabalgamos por el mundo / En busca de fortuna y de placeres / Mas siempre atrás nos ladran,/ Ladran con fuerza… /Quisieran los perros del potrero / Por siempre acompañarnos / Pero sus estridentes ladridos / Sólo son señal de que cabalgamos».

Don José Arozena era un sabio. Pero intransigente como él solo. Qué tiempos. Desde luego tiempos menos provisionales y mucho más divertidos.

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