despuÉs del paréntesis

Koenigstrasse

Woody Allen escribió un cuento que se llama Para acabar con las memorias de la guerra. Está en su libro Cuentos sin plumas. Corría la primavera del año 1940. En su barbería del numero 127 de Koenigstrasse (Calle del Rey) se presentó Adolf Hitler. Un tal Ribbentrop hacía cola antes que el supremo. Y como esperar no era de la estima del führer, el subrogado habría de dejar su puesto. Se negó. Proceder de ese modo resentiría al Ministerio de Asuntos Exteriores y a todo el régimen. Hitler reaccionó. Rebajó a Ribbentrop de su trono y lo trasladó a la Afrika Korps. Por esa diligencia fue pelado sin aplazamiento.

Así funcionan las maniobras del poder por lo general. Lo que despliega la enseña del estar en la cumbre de las decisiones es que los satisfechos se confirman como dueños. Ocurrió en un ayuntamiento conocido, Santa Cruz de Tenerife, y una artimaña suprema sobre una playa, Las Teresitas. Y aconteció en un país independiente de España que se llama Cataluña. Regentó su destino un tal Jordi Pujol. Entre otras cosas dispuso que eran catalanes solo los allegados y votantes de Convergencia y Unión; igual que dictan ahora sus discípulos independentistas; estos sí, los otros españolistas que no caben en la nación. De lo cual se sucede que el trabajo ímprobo ha de pagársele a Pujol y a su familia, como se pagó, sin que la justicia haya recuperado la carga y él no pose los huesos en la cárcel. Ese es el precio, sentenció su mujer, la señora Marta Ferrusola, el fatigoso tiempo y el esfuerzo desmedido que su marido ocupó por el bien de los correligionarios. De ahí el 3% y el mucho más.

Así pintan las cartas. Las vueltas son sublimes. Lo escuché de un intelectual probo que luego se convirtió en un furibundo nacionalista. Entonces no bebía vino de Canarias porque era cosecha de “magos” y le producía urticaria. Mas ocurrió el traslado y con el mando a su alcance habría de dar fe de los credos. El mosto se convirtió en un elixir beatífico. Se correspondía saludar al sol desde la puerta de la taberna; un regalo de Dios.

Esa es la caterva común de la política en un país poco dado a la democracia como este. Es decir, el asunto no es actuar en responsabilidad y competencia, el asunto es comprometerse con la inmoralidad. La potestad se estima en provecho propio. Por eso los votantes responden con el desprecio y reducen a los políticos hasta el primer puesto del descrédito.

Woody Allen lo probó: se lo han ganado a pulso.

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