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Los gallos de Achímpano

Tumbado en una hamaca, a la sombra de dos árboles, con un vaso de Checkers, o quizá de Old Parr en la mano, whisky y agua de coco, contemplaba yo las peleas de gallos incruentas -corchos en las espuelas, no soporto la sangre, ni el sufrimiento animal- que el aquel viejo guachimán cubano nos preparaba al gobernador de Nueva Esparta, Morel Rodríguez, y a mí, en la finca de Achípano (le cambié el nombre por otro más sonoro, Achímpano). De fondo, un premio Cervantes que gana una escritora canario-venezolana, que compartió amores con un periodista y un presidente, y que es recibida en Maiquetía como una heroína. Un agente de Chávez envió la novela al inquilino de La Casona y Chávez exhibió el libro en uno de sus discursos. Los gallos de Achímpano es una de mis dos novelas, que Agapea pondrá a la venta dentro de unos días. Sólo quedan 90 ejemplares, así que supongo que se venderán. El relato es mitad real y mitad ficción, como resulta casi siempre que uno escribe, y habla de las playas de la pequeña isla de Cubagua, de la ciudad sumergida de Nueva Cádiz y de una Venezuela próspera, sin chavistas de nueva hornada que la perturben. Está escrita desde el corazón y desde el conocimiento. Casi sesenta veces estuve en Venezuela, entre novias y trabajo profesional, desde los ochenta al 2000, y me empapé de la vida de aquel país, donde fui condecorado y agasajado por sus autoridades. Allí presenté Los gallos de Achímpano y hasta mi amigo Morel se mosqueó porque cambié su nombre y le puse Florisel. No diré lo que me dijo porque tampoco me lo iban a publicar. Florisel debe ser nombre republicano palmero, Morel es pura Latinoamérica. El desenlace del relato es inesperado y la novela -perdón que yo lo diga- creo que es buena. Los enemigos opinarán todo lo contrario.

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