tribuna

Nadal

En el mejor libro que se ha escrito sobre la práctica del tenis, Andre Agassi, en sus memorias, hablando a través del inmenso escritor y premio Pulitzer, J. R. Moehringer, nos dice algo a considerar: “Voy a Montreal y me abro paso hasta la final, que juego contra un español jovencísimo del que habla todo el mundo: Rafael Nadal. No consigo derrotarlo. No consigo descifrarlo. Nunca había visto a nadie moverse así en una pista de tenis”.
Y sigue Agassi más adelante en su biografía: “Nadal es una bestia, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza, el jugador más fuerte y a la vez más grácil que he visto en mi vida…”.
Acabo de ver el final del Roland Garros y de comprobar la neta superioridad del manacorí sobre Djokovic. El último punto de su victoria, un ace, y la respuesta de Nadal de quedarse arrodillado ante tal ventaja extrema y definitiva para su triunfo con la sonrisa de los viejos héroes fue la imagen de quien sigue creyendo en él a pesar de los años, las lesiones casi irrecuperables, los buenos y los malos tiempos familiares, el deseo indestructible de seguir venciendo en las pistas y las asordinadas e inmotivables presencias de público pandémico.
Nadal es una buena persona y quizá el ejemplo más perfecto de lo que debe ser la moral de un deportista: no rendirse nunca, jamás. Este recién ganado Roland Garros es un ejemplo de su perseverancia en el ejercicio de recuperar todas sus facultades, una resurrección en toda regla. La fe del que nunca abdica ante las adversidades de nuestro físico, de nuestras capacidades de lucha. Un ejemplo, incluso para un señor mayor como yo, que cada fin de semana trata de descubrir que el joven que llevo dentro y que tanto amó el deporte todavía puede ser el adulto que sigue disfrutando de una raqueta y de unas pelotas y una red en medio para medir nuestras capacidades.
Nadal es un talismán. En su rostro se está prefigurando la imagen del mito. Ya lo advirtió otro mito, Andre Agassi, en ese libro que nadie debería dejar de leer.

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