Mi hermano, el segundo, amenaza con la construcción de un nuevo portal de Belén, dedicado a su nieta Andrea. Ya saben ustedes que en el primero, el gallo no entraba por la puerta del castillo de lo grande que era y el camello del rey Melchor arrastraba al mago de Oriente a duras penas, con los borceguíes del monarca levantando el polvo del desierto. Como ando de saldo, y dispongo de varios belenes, uno de ellos comprado en la tienda de los famosos hermanos Zhakarias, en la ciudad de Belén, no me va a quedar otro remedio que cedérselo para compensar la falta de escalas. Porque mi hermano es incapaz de conciliar el tamaño del pato con el rolo del caganer. Es una cuestión de perspectiva, porque lleva dándole vueltas durante varias semanas a un cuadro que le regalé; y no lo cuelga. Mis sobrinos dicen que su padre se comerá los turrones sobre el tríptico, que nunca más volverá a su posición vertical. Si se anima a instalar mi Belén habrá acertado, pero como vuelva a las andadas, enormes murciélagos cruzarán los cielos, pequeños pastores parecerán más canijos que sus ovejas y el Niño Jesús mayor que San José, que a estas alturas no se sabe con certeza si José fue su padre o la cosa fue obra del Espíritu Santo. En medio, el papel de empaquetado y un cristal, más negro que brillante, que hace de estanque, con patos que parecen dinosaurios y palomas que se comen a los que van a adorar al niño gigante. Le daré a mi hermano un portal homogéneo, para que no tenga el hombre que actuar a escala. Lo coloca y ya está. Así no volveremos a vivir la tragedia de tener en su casa, como antañazo, el portal más feo del mundo.
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