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Las flaquezas democráticas

La democracia liberal no está cumpliendo su agenda. Está en crisis. Existe una fatiga democrática, una especie de agotamiento de la política, de su capacidad de acción. Estas alarmas las ha activado el historiador galo Pierre Rosanvallon en una reciente entrevista en El País, 15 de noviembre de 2020. A nuestro entender ese proceso de […]

La democracia liberal no está cumpliendo su agenda. Está en crisis. Existe una fatiga democrática, una especie de agotamiento de la política, de su capacidad de acción. Estas alarmas las ha activado el historiador galo Pierre Rosanvallon en una reciente entrevista en El País, 15 de noviembre de 2020.

A nuestro entender ese proceso de descrédito democrático se ha ido incrementando a medida que en los países occidentales ha decrecido la llamada sociedad del bienestar y las nuevas generaciones comprueban que sus posibilidades de vida están por debajo de las existencias disfrutadas por sus antecesores más inmediatos.

Ese desencanto generacional provoca una disposición social generalizada a atender prédicas populistas que se dirigen directamente a los estados emocionales, personales, profesionales, de todos aquellos que no han encontrado su asiento digno entre los mejor colocados en el mundo de nuestros días.

Y por si toda esta situación fuera poca antes de los primeros meses de este aciago 2020, la irrupción del virus asiático agravó definitivamente entre los sectores sociales más débiles las desigualdades antes aludidas y ha empezado a resquebrajar las estructuras de convivencia vigentes hasta hace apenas unas décadas.

Las quiebras de empresas y la desaparición de empleos, circunstancias hoy algo atenuadas provisionalmente por la intervención de las instituciones públicas, a través de los créditos ICO y las protecciones de los ERTE, no ha hecho sino empeorar la crisis democrática que ya habíamos ido detectando antes de este combate agónico contra la COVID-19.

El aumento de las desigualdades sociales, lo que Barak Obama ha reconocido como “la cuestión definitoria de nuestro tiempo”, genera desconfianza en los modelos democráticos y propicia ocurrencias políticas dispuestas a decir a los desfavorecidos lo que quieren oír y a ofrecer, aunque solo sea de boquilla, las soluciones inmediatas y simplistas que esperan con tanta desesperanza acumulada.

Dice el economista Emilio Ontiveros que el binomio constituido por la globalización y la tecnología es el principal causante de la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza. En especial, cuando esa globalización y esos aceleradores tecnológicos se descontrolan generan una desigualdad desconocida hasta ahora.

Cuanto más avanza el progreso de la humanidad, más gente se queda atrás. No solo se pierden los empleos, también la dignidad social que todos requerimos para seguir sintiéndonos parte de una sociedad y de una manera de organizar esa vida en común. Tales dinámicas imparables precisan entonces de mecanismos de compensación, de políticas distributivas. Habrá que remansar el ritmo de la historia.

Si los desposeídos de su protagonismo en esos veloces avances de la mundialización del comercio y de las magias tecnológicas no encuentran su lugar, entonces comienza la desafección por tales fenómenos y el cuestionamiento de todo el sistema que los sustenta y homologa. Las desigualdades sociales siempre propiciaron guerras o turbulencias colectivas imprevisibles.

La militancia en partidos políticos tradicionales ha desaparecido casi por completo. Los que se acercan a las organizaciones políticas lo hacen más en busca de un empleo o de una mejora de su situación laboral que de ideales de izquierda o de derecha. O de cualquier otra forma de encarar la cuestión pública.

Los viejos credos ideológicos han sido sustituidos por intereses muy inmediatos agitados por la desigualdad. Hasta los más jóvenes han renunciado a creer en algo que esté más allá de una ocupación digna y un salario holgado, lo que por regla general observaron en la casa de sus padres, ahora convertidos estos en pensionistas que sobreviven y a veces siguen manteniendo a vástagos rechazados por el mercado laboral o colocados en la precariedad.
Esa sociedad de capitalismo liberal hace aguas y alienta, como dijimos, las opciones populistas, que hablan a los desterrados de la sociedad del bienestar de nuevos e inmediatos paraísos ideológicos: casi todo puede estar a la vuelta de la esquina si se acaba con las élites políticas y se le da voz y voto directos al pueblo, a la gente de a pie, sin mediación de instituciones democráticas ni de viejas reglas de juego cívico. La política es mejor hacerla fuera de las instituciones convenidas hasta ahora. Eso pregonan.

A esta nueva situación, las democracias occidentales han contestado con un culto al subsidio, a prestaciones sociales que apaguen el descontento generalizado, el desempleo estructural, la pobreza que se extiende por los sectores más vulnerables.

Pero este recurso del subsidio no hace sino alejar a esas democracias occidentales de sus viejas promesas de bienestar para todos y poco a poco termina por ahondar la brecha de la desigualdad, el despiece de las viejas clases sociales. Crece la distancia entre las clases más favorecidas y las que han abdicado de confiar en el sistema.

El capitalismo liberal y la democracia eran las dos caras de una estructura económica, social y política. Esas dos caras se complementaban y se justificaban por sí mismas.

Puesto en cuestión el capitalismo liberal y sus promesas de bienestar al alcance de una mayoría, el sistema democrático conocido hasta ahora deja al aire sus limitaciones.

La ciudadanía deja de sentirse parte de los grandes poderes de decisión y echa mano de gurús que le abran perspectivas ensoñadoras ante tanta incertidumbre personal, familiar, profesional. En esas estamos.

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