La irrupción de Carolina Darias en la política nacional fue tímida y silenciosa, acorde con un perfil moderado y corporativo, que aspiraba a cumplir sus cometidos reglamentariamente sin hacer demasiado ruido. El fenotipo Carolina es el más común en nuestro universo político insular. Los Saavedra, Hermoso y Adán Martín eran más budas que Iglesias, Abascal o Rufián. En 40 años de autonomía aquellos contrastababan con la vehemencia de Olarte, pertrechado del naife que le obsequió Tomás Padrón, o de las ráfagas de Oswaldo Brito. Y el otro Brito, Augusto, solía enfrascarse en catilinarias sobre el REF cuando Francisco Ucelay acariciaba la idea de proclamarse independentista ante la incomprensión de Madrid.
Carolina tiene el temple de los santones del olimpo que han sido sus maestros. Hay cierta escuela canaria de políticos con redaños que se aventuran en labores que el peninsular se quita de encima con pudor y pocos arrestos. Paulino Rivero presidiendo la comisión del 11-M; Pedro Quevedo, la de la financiación irregular del PP, con el Gürtel y los Papeles de Bárcenas; Oramas, la de la crisis financiera. De esa pasta era Luis Mardones, que militó en la comisión de asuntos secretos. Siempre hubo un canario para exponerse en las grutas como el cobaya de las galerías de agua para hacer virtud de la necesidad de valor. Y ahora le toca a Carolina torear el morlaco de la pandemia en la época de las mujeres con valor. Cuando en Alemania ya echan de menos a Merkel antes de su retirada y en Nueva Zelanda aplauden y reeligen a Jacinda Ardern. Mujeres de manos de hierro y guante de seda que no tienen que envidiar en nada al pugilismo viril de la vieja política. Es la merkeldemocracia.
En el prefacio de la autonomía se comentaban las gestas de algunos exaltos cargos canarios en Madrid (porque siempre nos refocilábamos desde los tiempos de Gil Roldán en el político canario que llevaba cigarros a los bedeles de los ministerios) como Alfonso Soriano o Bravo de Laguna, que fue número dos en las oposiciones a la Abogacía del Estado detrás de Mario Conde, y lideró con Segurado un partido nacional, el Liberal. En la Villa y Corte siempre hubo ministros canarios influyentes, como Saavedra con Felipe González o López Aguilar con Zapatero. Ahora Carolina es la ministra de Sanidad, la cartera que “hoy lo es todo”, en atinada acepción del presidente Torres. Un hito en la historiografía política de las Islas, que siempre renegaron del desdén de Madrid sobre la cantera insular, mientras en el fútbol tenía mejor olfato y predisposición Del Bosque. Son los goles en política los que escaseaban y el de Carolina es un gol por la escuadra en tiempos del Egatesa, que se mide con los grandes. Un gol, no un golpe de suerte.
Es nuestra ministra de la guerra, un híbrido de Illa y Margarita Robles. Nuestras miss Schwarzkopf. Cuando las mujeres dirigen el combate en distintas latitudes y los tiempos reclaman los guantes de seda de manos eficaces labradas en la difícil batalla de la negociación. Veníamos de estilos audaces, beligerantes, arrolladores… De Sarkozy, de Boris Johnson, ¿recuerdan a Dominique Strauss-Kahn? Y llegó Trump y rompió el molde. Ahora habita en el limbo de los desheredados. El tiempo ha vuelto a dar la razón a la política de las certidumbres y la ponderación. En la era Biden se cotizan las decisiones razonables y sensatas, tras la derrota del esperpento y el guerracivilismo.
Sin embargo, nuestra ministra paisana se mueve en el lodo de la política nacional, donde predomina un estatus vociferante y díscolo que invade el hemiciclo del país, y en el ecosistema periodístico-político ha sido la evasión de Iñaki Gabilondo, renunciando a entrar en el juego, en mitad del hartazgo de esa espiral, la que invita a recobrar el sentido común. No es tarde para hacer nuestra particular catarsis norteamericana, y ponernos las correspondientes vendas antes que la herida. Hemos visto desbordarse la más sólida de las democracias en el curso de tan solo cuatro años. Y nuestra experiencia de 40 nos informa de esos mismos riesgos a flor de piel, en vísperas de las elecciones catalanas. Hemos confundido el sentido de la libertad y de la pluralidad de los partidos de que nos dotamos al término de la dictadura. Necesitamos recobrar el profundo sentido de la convivencia política de las distintas ideologías. La avidez por reconquistar el poder como sea que comparten en Madrid y en Canarias PP y CC atenaza la vida democrática y amenaza convertirla en un subproducto, reducida a atajos para revertir los resultados de las urnas bajo cualquier método por oprobioso que resulte. Los mandatos establecidos en cuatrienios resultan eternos para la ansiosa virulencia política instalada en nuestro corral de comedias llamado Congreso o Parlamento.
Lo que importa del caso Carolina es su ascenso al ático de la Salud, la dependencia más digna. No se conoce otro Ministerio como el de Sanidad que refleje ahora mismo mejor el espíritu de un Ejecutivo en la tarea de solucionar los problemas de la gente. Es un escaparte privilegiado para expresar y hacer lo mejor posible en beneficio de la vida del mayor número de personas. Y los resultados han de ser a corto plazo, porque la pandemia ha impuesto su lógica de inmediatez, y los gestores públicos no pueden obrar con otra mecánica, erradicando por primera vez aquella inercia burocrática que exasperaba a Larra de dejar las cosas para mañana.
Reúne una de las cualidades sine qua non que exige el cargo. Tiene el talante de alguien que ha lidiado con problemas graves sin perder los nervios. A nuestro nivel la crisis de los cayucos de 2006 fue un laboratorio de aprendizaje, donde ella era subdelegada de la delegación del Gobierno en tiempos de José Segura. Y esa tarjeta de presentación les honra a los dos en sus respectivos currículos. Carolina es la pupila de los santones del mejor olimpo político canario. Puede pasar a la historia como la ministra que nos vacunó, y cuenta con otra mujer aliada, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, enfrascada con las farmacéuticas para que no nos den gato por liebre. Que las mejores mujeres de esta época de grandes cabezas nos hagan olvidar la ausencia de Churchill.