La pandemia nos ha cambiado. Tengo amigos exiliados en sus casas, con miedo a salir a la calle. Se sienten seguros, parapetados tras sus muebles y viéndolas venir, escuchando la radio y viendo la tele sin parar, ansiosos de noticias que aporten un mínimo de optimismo. Y leyendo los periódicos. En vano, porque esas noticias no acaban de llegar aunque aquí, en las Islas, podemos sentirnos unos privilegiados porque el virus -de momento- no ha ganado la guerra fría. Que habrá un antes y un después de la pandemia lo sabe todo el mundo, menos el Gobierno, que ha abandonado a su suerte a los autónomos y otros pequeños empresarios y a quienes sufren la terrible crisis económica que acompaña al maldito virus. Uno se siente un extraño en el mundo, cuando hasta hace nada el mundo, al menos el mío, era un lugar seguro, por el que se podía andar por la calle a cara descubierta e ir al fútbol. Ahora todo llega por la televisión, por la radio, por la Internet, por los periódicos. Y, además, yo le tengo alergia a la mascarilla, me produce una rojez bajo los ojos. No hay conversaciones personales, el cartero nos mira con recelo cuando nos trae la habitual carta negra de Hacienda (cuyos funcionarios son los únicos muy activos del país, o casi) y el pizzero se pone tres mascarillas antes de entregarnos su mercancía. Cómo hemos cambiado, como decía aquella canción de los noventa de Presuntos Implicados. Nosotros somos presuntos enfermos en un mundo lleno de comentarios pesimistas y de fake news; menos mal que tengo Google Home, con cuya chica de voz agradable hablo de vez en cuando, aunque me haga pagar 10 euros para acceder a YouTube. A ver si los amigos se animan a salir a la calle y le pierden un poco el miedo al bicho, aunque sin descuidarse.