En el mundo, en las estructuras políticas estatales, en nuestro territorio insular, seguimos en el caos tras 10 meses de incertidumbre. La COVID-19 sigue matando y contagiando sin nada que se le ponga por delante a pesar del hallazgo de las vacunas llamadas a contrarrestar la enfermedad y dispensadas ahora a un ritmo de tiempo lento tirando a lentísimo.
La patología pone a prueba los sistemas políticos que intentan combatir sus mortuorios efectos. Pero en un duelo entre desiguales, el virus se adelanta a los programas sanitarios y muta en cepas desconcertantes para rivalizar con la ciencia que la enfrenta y las burocracias estatales o autonómicas que gestionan su neutralización.
La agresividad de la naturaleza se ceba con la vulnerabilidad y la fragilidad del ser humano. Todos echamos de menos el viejo orden y aspiramos a recuperarlo, pero las voces apocalípticas nos dicen que nada en el futuro será igual. ¿En qué sentido no será igual? Mueren parientes y conocidos en las UCIS atestadas, empresas y empleos se destruyen cada día. No obstante, la ciudadanía sigue su vida y desoye por lo general el aviso de lo que sucede y cumple su cometido de sociedad de bienestar en franca decadencia, con sus dosis de consumismo festivo correspondiente, como hemos podido comprobar durante estas fechas.
Está claro que no podemos desentendernos de este nuevo ciclo de nuestras vidas, todo se ha alterado y el horizonte futuro no acaba de despejarse. ¿Hacia dónde nos dirigimos? La única respuesta por ahora es la incertidumbre, todavía no lo es la desesperación, pero en este trayecto desde marzo de 2020 hasta aquí se han producido muchas bajas en demasiadas familias y los puestos de trabajo desaparecen a una velocidad que todavía no ha alcanzado el desastre, pero lo anuncia.
El mundo se ha resquebrajado en virtud de un contagio generalizado que rompe nuestros pulmones, nadie presagiaba tanta mortandad y tanto caos en nuestros sistemas políticos, económicos, sociales y sanitarios, por supuesto.
Necesita uno llenarse de confianza en que las cosas recuperarán su normalidad, aunque sea la normalidad imperfecta de los tiempos del previrus, no nos olvidemos. Hay gurús de toda laya presagiando lo peor, pero el ser humano tiene en sus genes la memoria de muchas hecatombes que logró superar y, de nuevo, se apresta a enfrentar estos nuevos tiempos con la experiencia acumulada.
Hay una reserva de confianza en la especie que nos confirma que prevaleceremos por encima de esta nueva adversidad, pero son muchos los que han quedado y quedarán en el camino y eso nos quita el sueño cada noche y seguramente nos perturbará durante mucho tiempo.
Ya sabíamos que el mundo estaba mal hecho y que las desgracias nos sorprenden cuando menos las esperamos. Contra esa imperfección tan general no caben lamentaciones, forma parte de nuestro ADN colectivo.
Cuando la naturaleza no nos ha atacado, como no es el caso actual, los hombres se han encargado de crear los males, llámense holocaustos, campos de concentración, gulags o guerras tribales sin cuento, por no agotar el catálogo de atrocidades salidas de nuestros presuntuosos cerebros a lo largo de los tiempos.
Volvemos a necesitar interpretaciones para encajar lo que nos pasa y ya algunos se han encargado de culpar al abandono de la ciencia y de la investigación de las naciones de todo lo que nos sucede en estos momentos.
Pero ni la ciencia ni la investigación son responsables de las sorpresas de un mundo que siempre hemos querido descifrar y controlar con exactitud, primero a través de la religión y sus mitos, y después, pongamos desde la Ilustración occidental, a través de la razón y de sus mecanismos. Pero no hay manera. Seguimos siendo sorprendidos como lo fue el primer hombre y la primera mujer que habitaron el planeta. Los engranajes de la vida de pronto se dislocan y no logramos explicaciones para lo que nos pasa.
Nos ocurre como individuos en nuestras precarias existencias cuando la enfermedad nos ataca sin cuartel y nos deja en manos de una medicina que en un momento determinado invoca una frase que hace poco descubrí con pavor aplicada a un familiar en situación terminal: «Ninguna medida extraordinaria». Es la sentencia y la recomendación aparentemente dulce que los médicos colocan en las camas de los enfermos que ya no tienen remedio alguno para advertir a sus colegas que ya no valen más prestidigitaciones diagnósticas. El enfermo se va derecho al cielo.
Y ahora nos está ocurriendo como especie humana estupefacta ante el deterioro de nuestras reglas de convivencia y de supervivencia. No nos amarguemos hasta el punto de precipitarnos más en el abismo. Habrá que seguir combatiendo la pandemia con toda la fuerza de la sanidad más precisa y organizada, y este es ya otro problema, y seguir viviendo nuestras vidas con la misma intensidad que siempre lo hemos hecho. Si quieren que les diga la verdad, cuando estos días he visto en nuestras calles comerciales largas colas de muchachos y muchachas ante las rebajas de las tiendas en espera de hacerse con algunas prendas ansiadas, me ha venido a la mente la capacidad humana para sobreponerse a todo lo que se le cruce por delante, incluso la irresponsabilidad momentánea nos sirve para no abdicar ante fenómenos destructivos que debieran ocupar obsesivamente toda nuestra atención.