Al Estado los árboles no le dejan ver el bosque de Canarias. Y a los gobiernos centrales les ciegan los problemas más inmediatos, suelen ofuscarse con las matraquillas perentorias. Ahora mismo estamos metidos en un bucle, que obra en perjuicio de los intereses de los canarios. En otras épocas, cuando los acontecimientos se regían por cierta lógica histórica y no histérica, las Islas solían quejarse a Madrid con cierta eficacia. Aunque ese latiguillo generó una costumbre plañidera que nos hizo sentir complejo de parias, de pueblo llorón. Cuando la guerra del petróleo se mantuvo el pulso Canarias-Madrid, y el resultado es el conocido: Repsol salió con el rabo entre las piernas, alegó cualquier excusa y suspendió las prospecciones. Cuando la batalla era el plátano, el lobby canario conseguía enfrentarse a las multinacionales bananeras. Y cuando se trató del modelo de adhesión a Europa, se opuso el Parlamento, dimitió Saavedra y se conciliaron los intereses agrícolas e industriales en un solo menú del plato del pleito insular.
Ahora es diferente. En La Gran Recesión, el Gobierno del PP nos cercenó todos los convenios con el Estado y santas pascuas. Y como esa, otras veces nos hemos quedado con tres palmos de narices. La crisis de los cayucos con Zapatero convino a las demandas de las Islas porque el llamado voto canario tuvo un instante de gloria y el hábil presidente de la geometría variable requería de los apoyos de IU, ERC, PNV, EA y CC. Y se hizo el Plan Canarias, y la estrategia para África, y Jesús Caldera paseaba a menudo por Santa Cruz a caballo de sus talleres en Senegal para que los jóvenes se desengancharan del mito/timo de la emigración. Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, que dormitaba en su sede de Varsovia, se puso las pilas y se desplegó por la costa africana noroccidental. Se hicieron las derivaciones que pedía Canarias, por cuotas, en el Estado de las autonomías. Era un problema nacional, no nacionalista, por imperativo geográfico.
Zapatero no era más sensible que Sánchez o González, cuando este último le daba largas a Fernando Fernández para no recibirle en la Moncloa hace ahora la friolera de más de 30 años. Cada presidente ha mimado más o menos a las Islas a conveniencia. Cuando Mardones salvó a González antes de que sonara la campana para ser investido presidente y acudir como tal a una cita con Miterrand, le pusieron una alfombra roja de celuloide. Rajoy trataba a Román Rodríguez con especial deferencia y viajaba a Las Palmas a verse en secreto con él en el Santa Catalina en mitad de las curvas para gobernar en minoría gracias a Pedro Quevedo. Aznar debutó pactando con Hermoso para dar ejemplo de permeabilidad, después cortejó a Pujol y dijo que hablaba catalán en la intimidad.
En fin, que ahora a Sánchez no le queda más remedio que arreglar el entuerto de la inmigración y poner fin a los desvelos presidiarios de sus ministros de la cosa, para que según lleguen los migrantes se deriven a la Península y prosigan por Europa cuando no proceda su repatriación. Ese fue el manual de instrucciones de la crisis de los cayucos. Y no había pandemia, ni había estallado la crisis financiera. Ahora, hacer oídos sordos a los requerimientos del propio presidente socialista del Gobierno de Canarias y de todos sus socios, y mirar para otra parte escudándose en la indolente Bruselas, es sembrar un conflicto innecesario que traerá consecuencias sociales de una gravedad previsible en una tierra que encadena tres crisis: la sanitaria, la económica y la migratoria. Y no hay autonomía que soporte ese triple test de estrés.