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Las tertulias del Dinámico

Me pidió el otro día mi amigo Wolf Wildpret que escribiera sobre las tertulias portuenses del bar Dinámico. Lo he hecho alguna vez y he recordado a su más entusiasta inspirador, el cronista don Luis Castañeda, un recordado polemista de la conversación de sobremesa. Allí, en la Plaza del Charco, se reunía lo más representativo de la sociedad portuense, dividida en la llamada Cámara Alta y la Cámara Baja. Se situaban en ambos frentes del popular kiosco. El mejor de todos fue el diseñado por Juan Davó y el de ahora ya ni siquiera se llama Dinámico, sino otra cosa, aunque se come muy bien. Aquellas tertulias eran curiosas; la Cámara Alta, nutrida por gente mayor; y la Baja por empleados más o menos ilustrados, que a veces hablaban de fútbol; en la Alta, jamás. Don Luis recuerdo que publicó en La Tarde unas interminables crónicas de un viaje que hizo a La Gomera y El Hierro, si no me equivoco, en las que retrataba a esas islas con una minuciosidad encomiable. Algunos tertulianos se dormían, dependiendo del asunto a tratar, y otros eran sordos como tapias, como mi abuelo Domingo, que estrenó el primer audífono que llegó a Tenerife desde Alemania. Tenía el tamaño de un teléfono móvil y un cable hasta la oreja. Una vez le gastaron una broma y los contertulios, puestos de acuerdo, comenzaron a mover los labios, pero sin emitir sonidos. Mi abuelo, muy cabreado, tiró el audífono al suelo y exclamó: “Este aparato que me ha traído mi hijo es una mierda”. Lo más pintoresco de la Cámara Alta eran los ronquidos de don Antonio Castro, que tenía una fábrica de hielo y refrescos, persona extremadamente correcta pero que se dormía plácidamente con la conversación de los demás. Ya no hay tertulias en el Puerto, y menos con la pandemia, ni tampoco volverán a organizarse jamás. Ay.

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