Morir en Venecia da para mucho. Ahora hemos salido a buscar los restos marchitos de Tadzio y a mí me recuerda aquella Where have all de flowers gone de Pete Seeger. Eso mismo me pregunto yo, ¿a dónde se han ido todas las flores? Hasta el aroma se pierde en el recuerdo si no aparece una brisa furtiva que lo acerque de nuevo hasta nosotros.
El tiempo es ese reloj incrustado en una calavera que describe D’Annunzio en Il Piacere. No tiene marcha atrás y siempre conduce al mismo final. Ni siquiera la palabra “siempre” sirve para definirlo, porque “siempre” es un intento de condensar el fluir de la eternidad y a eso no se le puede aislar con un adjetivo, así como “nada” y “nunca” tampoco nos valen para explicar el vacío.
Sin embargo, el hallazgo de la versión anciana de Tadzio, con los papeles cambiados, es útil para retornar al tiempo de Visconti. La pregunta es qué es lo que andamos buscando ahí, en los alrededores de la muerte, en los umbrales de la tragedia. Gustav Aschenbach persigue el ideal de la belleza, y su indagación intelectual le hace tropezarse de bruces con la epidemia que invade Venecia; la muerte que es ocultada por todos, ese drama asesino del que nadie quiere hablar, pero que invade a la ciudad como un siroco.
Hay desazón y disimulo, temor y desconfianza, la sensación terrible de vivir en un mundo inseguro. Eso, y no otra cosa, es lo que nos ha hecho poner de nuevo en pie a Thomas Mann y a Luchino Visconti. Ni siquiera los músicos ambulantes están dispuestos a desvelar lo que está pasando, porque todos temen que huya el turismo, se vacíen los hoteles y ya no tengan a quién servirles. Prefieren morir del cólera que morir de hambre. Esto es lo que pasa en Venecia.
Por eso, ante la presencia de la miseria, se persigue un ramalazo de estética inalcanzable, para que el tiempo se detenga y un hombre, solitario y casi anciano, se empeñe en conseguir su último intento desesperado de acercarse a los rasgos perfectos de un ángel que desayuna todos los días frente a él en compañía de su familia polaca.
La existencia para el artista es el acoso inútil de un ideal que se le va de las manos y que nunca alcanzará para colmarlo plenamente, pero el gozo, durante ese trayecto tortuoso es infinito, porque descubre los caminos intrincados que siguen los príncipes valientes para llegar a rescatar a las princesas que se guardan en los castillos encantados.
Yo no puedo evitar la angustia que me produce imaginar la lucha de los sanitarios contra un asesino invisible que bloquea los pulmones de sus víctimas. Intento hallar la belleza de esta situación insólita y no encuentro más que la desazón de la impotencia.
Abro mi ventana para ver salir al sol y la atmósfera limpia no me hace sospechar nada, pero yo sé que la desgracia está ahí, acechando, como siempre ha hecho, agazapada pacientemente delante de la trampa, esperando a que caigamos en ella. Otros hombres viven pendientes de amortiguar mi desesperanza, pero para poder estar al frente de esta lucha se valen del engaño y del truco. Las cosas son así. Otros vendrán que los harán mejores, o peores, quién sabe.
Mientras tanto, el ideal resucita y el hermoso Tadzio ofrece la imagen real en la que el tiempo nos convierte a todos. Sale, como el Salvador, exhibiendo el triunfo de su decrepitud, surgiendo de un contenedor de basuras de Estocolmo, desde donde es imposible evocar su figura esbelta, con el brazo extendido señalando a un sol difuso que se esconde tras una calima ocre y terrosa de un Mediterráneo que apenas es capaz de moverse por sí mismo.
Estamos sufriendo la amenaza del contagio mortal, atravesamos la ciudad bajo las advertencias de los sanitarios, pero nos falta la ilusión de ese Tadzio vestido de marinero que, de pronto, se nos ha convertido en la imagen decepcionante de un viejo sin futuro.