Allí estaba, donde la había dejado, en el altillo de los disfraces. Al abrir la bolsa de basura (siempre ha guardado gafas, pelucas, pinturas, sprays de purpurina o disfraces en bolsas de basura), le golpearon en la cara los olores de los carnavales anteriores. Los altillos son al carnaval lo que algunos museos al arte moderno, santuarios, espacios de culto donde se guardan las telas, olores y complementos de las ediciones pasadas. Los altillos huelen a carnaval, huelen a calle porque no ha llegado al mercado el producto que borre ese aroma, mezcla de esto, qué sé yo, aquello, no qué va. Cuando pegó la peluca a su nariz los olores se transformaron en imágenes y sonidos, información que el cerebro hizo por ordenar juntando de aquí y de allá, como el protagonista de Minority Report. La peluca estaba para mandársela. Según algunos jinetes del caos la peluca es un arma de destrucción masiva, una cepa que está al llegar, el último truco de Bill Gates para tenernos controlados, un artilugio que una vez puesto en la cabeza te absorbe el cerebro convirtiéndote en un ser maléfico. Según algunos pelucólogos cuando te la colocas la peluca anula tu capacidad de decisión, de tal forma que el presidente de Corea del Norte (que está en el ajo, y en el ojo) decide por ti, te dirige, y si él quiere da órdenes a la peluca para que te tenga de aquí para allá haciendo las cosas que él te diga, y ninguna buena. Teorías que te convierten en ceniza si te dejas llevar, si te atrapa el pesimismo que diez meses de pandemia nos han inyectado en vena. Pensó diferente. Se probó la peluca, pero no le dieron ganas de contagiar ni de incumplir restricción alguna, no vio antidisturbios corriendo por la calle, tampoco gente bailando encima de las mesas o rompiendo escaparates golpeándolos con la peluca. Cuando se puso la peluca o el chaleco de aquel disfraz sintió un montón de cosas, ninguna mala. Y pensó que la gente bien merece hacer un guiño al carnaval, sonreír camino del trabajo, del súper, del bar donde suelen desayunar o de la tienda de la esquina. Porque de eso se trata, de darnos una tregua regalándonos algo tan sano como una sonrisa, contagiando algo de optimismo para sobreponernos al miedo, el pesimismo y la desconfianza que la pandemia nos ha metido en los huesos. Las pelucas no son plantas carnívoras, no matan. Son un guiño, una terapia que buena falta nos está haciendo. Olé por ti, Darío López.